Guardad silencio, o bien haced que vuestras palabras tengan más valor que él (Pitágoras)
Para Margarita, que me descubrió este libro, como tantos otros.
Para escribir esta entrada me he hecho un propósito que por nada del mundo quisiera romper: hablar del libro, y de su autora y sus circunstancias, sin que ningún comentario rebase este borde. Es decir, sin mencionar a otros autores, sin comparar su estilo con el de otros, centrándome solo en Keegan y en su obra, y haciendo una mínima concesión al entorno en el que vive y trabaja.
La verdad es que lo que realmente me gustaría es que quienes lo hayan leído dejaran sus comentarios y se estableciera un intercambio de opiniones y sensaciones. Sí, ya se que ese es el sueño de todo bloguero y, en ocasiones, una enorme quimera. Pero aquí lo encuentro absolutamente necesario. No he leído la traducción, publicada por Eterna Cadencia con el título de Tres luces y en traducción de Jorge Fondebrider, porque mi relación con las traducciones es complicada. Esto me sucede muchas veces cuando leo un libro que me gusta: tengo la impresión de que si lo leo traducido va a ser como contemplar una habitación concebida para el uso nocturno, un salón de fiestas o de baile, visto a la mañana siguiente, a la luz del día. Tal vez temo encontrar cosas que no aprecié en mi lectura. Tal vez temo enfadarme porque algo no se ha resuelto a mi gusto. En todo caso, todo esto nos percepciones subjetivas, y por eso he decidido apartarlas, en este momento, de mi experiencia lectora.
Os diré que he leído el libro varias veces. La primera, me golpeó. Es decir, se cumplió la máxima de Hemingway, la del mejor Hemingway, maestro de la elipsis (ay, mal empezamos). Lo terminé y volví a comenzar a leerlo, pensando que no lo había leído “in the right mood”, o con la suficiente atención, qué sé yo… y eso que lo leí prácticamente de un tirón. Me di cuenta de que mi preocupación venía de algo muy banal: pensaba que me había perdido algo. Que había sucedido algo, de vital importancia, de lo que yo no me había enterado. Primero, que no había comprendido bien el inglés. Luego, que de todos modos se me hubiera escapado aun leyéndolo en castellano. La tercera vez que lo leí fue ya como se debe leer cualquier libro, por puro placer, dejándome invadir y empapar. Foster es un libro que atrapa como una maestra del vudú, como una viuda negra: te atrapa con algo de lo que no puedes zafarte. Te convierte en su huésped forzoso, que no en su víctima; te embriaga, te envuelve y te conquista.
Foster es la historia de una niña que va a vivir con una familia que no es la suya: a su debido tiempo se sabrá por qué, se sabrá por cuánto. Las razones se van desgranando a lo largo de las poco más de 80 páginas que tiene el libro. Al final se descubrirá que las razones no importan. Ni las razones, ni los hechos, ni las peripecias. Es como el caldo hecho a la antigua: tres horas hirviendo una olla enorme con carne y verduras para conseguir un litro de una sustancia donde está todo, aunque no se vea. La autora lo define como un relato largo: “a long short story”. No tiene, explica, el ritmo de una novella. Tal vez tampoco el tono ni la profundidad, si por profundidad entendemos lo mucho que se cuenta en ella. Y no es que se cuente poco, es que hay mucho que está y, sin embargo, no se dice. Como dijo Brahms, lo difícil no es componer, sino dejar las notas superfluas debajo de la mesa. Y se nota que en Keegan hay un propósito y un esfuerzo desbrozadores que ni son casuales, ni se han tomado a la ligera. Heredera del estilo narrativo, en distancias cortas, de los grandes maestros del cuento, Keegan aparece como una auténtica “operaria del lenguaje”, tan alejada de la escritora-diva mundana como de la escritora-diva esquiva, como nos muestra la excelente entrevista de Sean O’Hagan en The Observer. Keegan escribe y enseña a escribir, la escritura es su oficio. Enseña lo que ha aprendido en la antigua escuela. Escribe como sus maestras irlandesas, también, con frases cortas y contundentes, sin floritura ni artificio, de modo directo, claro, limpio. Impactante, visto desde el realismo y la ingenuidad. Tal vez el único modo posible de convertir a Irlanda en literatura Cuando no hay un gran escenario, ni casi unos parámetros temporales en los que apoyarnos, ni una gran historia, ni un gran héroe que la protagonice, sólo nos queda una cosa para hacer literatura: el lenguaje, que es su materia prima. Lo demás se va tejiendo a su alrededor.
Foster ha ganado, sin duda con gran merecimiento, el premio Davy Byrnes Award.
Amelia Pérez de Villar