Monarquía o República. Por Antonio Marchal Sabater

Desde que cambiamos de Rey, o mejor dicho, desde que D. Juan Carlos de Borbón decidió poner fin a su reinado y pasarle el testigo a su hijo Felipe, el actual Felipe VI, hemos oído y leído infinidad de teorías sobre el Estado y su viabilidad. El que suscribe lleva tiempo queriendo escribir algo al respecto, pero se ha mordido los dedos hasta tomar distancia y dejar que los ánimos se calmaran. Pues sólo así es posible recapacitar al respecto.

Ni que decir tiene que un pueblo maduro tiene el derecho de decidir, nadie en su sano juicio discutiría eso. Pero no es menos cierto que una vez puestas las reglas hay que respetarlas. Cosa esta a la que un sector importante de la izquierda, por desgracia para nosotros, no nos tiene muy acostumbrados. La Corona es una institución prevista en nuestra constitución y tiene unas reglas que aceptamos por una de las mayorías más contundentes que jamás hayamos tenido. Querer cambiarlas cuando no ha demostrado invalidez alguna es un deseo de perdedores, que en definitiva son siempre los que proponen el cambio de reglas a mitad de partida en cualquier clase de juego.

Tampoco deja de ser cierto que en tiempos de crisis los perdedores aumentan y en cualquier cambio posible se ve un atisbo de mejora. El que suscribe, que no es excesivamente monárquico ni excesivamente republicano, no termina de ver con claridad las mejoras que supondría cambiar las reglas en este momento de la historia. Pues una Monarquía Parlamentaria en la que la única competencia del Rey es sancionar y promulgar las leyes que son elaboradas en el Parlamento tiene exactamente las mismas reglas vitales que una república. La sociedad española debería reflexionar sobre ello. El que suscribe no cree que el fallo de nuestro sistema radique en que haya monarquía o república, sino en el propio sistema, y más especialmente en la España de las Autonomías.

Se dice, por ejemplo, que tanto País Vasco como Cataluña, y por ende las demás comunidades autónomas, tienen ahora más capacidad de autogobierno que han tenido nunca. Pero nadie nos dice que esa capacidad no está prevista en nuestra carta magna, al menos no en el modo en que se ha desarrollado, y ese sí es un problema. ¿Por qué? Se preguntará el lector. Porque continuamente los gobiernos estatales han recurrido a la improvisación y al reparto aleatorio de competencias, que siendo constitucionalmente del Estado, se transfieren a las Comunidades en función de los apoyos parlamentarios que necesite el gobierno de turno. Esa improvisación es la que, a lo largo de los años que lleva el sistema, nos ha debilitado y llevado a la situación actual. Nadie sabe ya distinguir qué son competencias y qué transferencias. Nadie sabe el papel del Estado en ese maremágnum de derechos no previstos ni cuál el de las autonomías, y cada cual se toma el suyo como mejor le viene.

La Constitución española recoge en su artículo segundo la Unidad de la Nación Española y su indisolubilidad, y a renglón seguido, en el mismo artículo, reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. Esa contradicción nos ha llevado al punto en el que nos encontramos, un punto en el que ni Dios sabe quién es y del que, como ya he dicho antes, las aclaraciones vienen explicadas con el trasfondo de los apoyos parlamentarios que precise el gobierno de turno. Es por eso por lo que creo que el debate correcto no es Monarquía o República, sino Unidad Indisoluble o Unión contractual de las nacionalidades con la fórmula de un federalismo regional en el que el Estado se adelgace hasta su mínima expresión sin dejar de existir.

La mayorías de los estados federales europeos fueron en el pasado patrimonio de la dinastía de los Austrias (a la que España perteneció desde Carlos I de España y V de Alemania desde 1516 en que éste ocupó el trono hasta 1713 en que Carlos II lo perdió por no haber tenido descendencia), y no les ha ido tan mal como a los que perdimos la Guerra de Sucesión (1701-1713), conflicto que tuvo como teatro principal de operaciones a nuestra piel de toro, pero en el que se disputaban la hegemonía en Europa dos de las familias más importantes del panorama internacional, los Austrias y los Borbones. El Imperio Romano-Germánico y Francia. Ni que decir tiene que perdieron los alemanes ni que Francia, representada por Felipe V, un segundón que nunca esperó tal gloria, entró en España como vencedora. Fue en ese momento, tras la imposición de los Decretos de Nueva Planta, cuando la victoria se materializó haciendo desaparecer todo vestigio de nuestro pasado federal. Hay quien asegura que aquello fue un paso hacia la modernidad del Estado. Yo no lo discuto, pero sí me hago la siguiente pregunta: ¿Necesitaba España ese paso hacia la modernidad? Cada cuál que se conteste lo que quiera, pero hemos de pensar en cómo esos franceses que ganaron la guerra se quitaron de en medio a los Borbones que la habían ganado, al final de aquel mismo siglo. Véase Revolución Francesa, Luis XVI, guillotina… Sin embargo, la dinastía se quedó en España para el resto de los siglos. Una dinastía que nos trajo a Fernando VII, del que ni hablo porque se me caen las letras del texto; a su hija Isabel II, que por lo menos creó a la Guardia Civil –lo único bueno en su haber–; las tres guerras carlistas; la Primera República; el reinado de Amadeo de Saboya; la pérdida de varias de nuestras colonias americanas; la guerra contra los ingleses y la consiguiente pérdida de nuestra flota frente a Nelson en las costas gaditanas (hecho que representó la puntilla a nuestra aventura colonialista); la guerra contra los franceses, esta vez contra los franceses republicanos, con los ingleses soplándonos en la nuca, intentando arrebatarnos lo poco que a esas alturas de la historia nos quedaba; la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, dirigida de nuevo por los Borbones que momentáneamente se habían apoderado de Francia, mientras Napoleón estaba el Elba, confirmando a Fernando VII en el trono; el apresamiento continuo por corsarios ingleses de los buques que traían a España el oro y las piedras preciosas de las colonias que aún nos quedaban (recordad que entre ingleses y franceses se habían cargado nuestra flota en Trafalgar y ya no podían defender a la flota que nutría al Estado); la pérdida de las últimas de éstas, Cuba y Filipinas; la Dictadura de Primo de Rivera; la Segunda República y la guerra civil… Ahí es nada…

FelipeVI

El contrapunto a todos esos despropósitos lo pone D. Juan Carlos de Borbón. El Rey Juan Carlos I ha sido el primer Borbón con la habilidad suficiente para conducirnos a una democracia real, devolviendo al pueblo toda su soberanía. Un poder que él había heredado del dictador y no intentó acaparar ni un solo minuto de la historia. Debemos dar una oportunidad a su hijo y, si acaso, volver nuestros ojos hacia el Reino Unido, una monarquía parlamentaria con las reglas de un estado federal, de ahí lo de Reino Unido, que lleva siglos, con más o menos claroscuros, imponiéndose en el mundo.

Antonio Marchal-Sabater

Blog del autor

Marchal-Sabater

Escritor murciano nacido el 6 de agosto de 1964. En los años ochenta ingresó en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado e inmediatamente fue asignado a los servicios de información, circunstancia que le llevó a ser testigo de numerosos acontecimientos de la transición, en diferentes lugares de la geografía española: País Vasco, Cataluña o Madrid. En algunas de sus novelas refleja parte de ese pasado, describiendo algunos hechos tal y como sucedieron y otros adaptándolos a la trama, sin desvirtuar la realidad. En su currículo cuenta con varios premios literarios, como el del certamen de micro-crímenes de Falsaria 2012 y el 2º premio de relatos cortos organizado por el Ayuntamiento de Lorquí (Murcia), dentro de la celebración de la II Semana Cultural 2013. Títulos de este autor. El Valle de las Tormentas (Bubok) Bajo la Cruz de Lorena. (Serial Ediciones grupmtm)

2 comentarios:

  1. Hacía tiempo que no leía un artículo tan lúcido sobre política. Gracias, Antonio.

    No andan los ánimos muy templados en este país como para escribir con tanta sensatez, desmarcándose de esos sempiternos dos bandos que ya forman parte de nuestra vida como un apéndice del cuerpo. Hemos crecido con (y en) esa eterna dualidad: derecha-izquierda, víctima-verdugo, rojos-fachas, buenos-malos, monárquicos-republicanos… ensamblada en nuestras almas sin pararnos a Pensar, o siquiera a cuestionarnos, por qué nos siguen exigiendo, de forma subrepticia y de generación en generación, que nos signifiquemos casi desde que exhalamos el primer aliento en la cuna.

    ¿Por qué?, ¿por qué hemos de hacerlo?, ¿por qué diantres tengo que ser de éstos o de aquellos?, ¿por qué no se admite la Libertad de Pensamiento, que no de Mentalidad?
    ¿Por qué si uno rescata la memoria de un familiar muy querido, fusilado de forma vil en los prolegómenos de una guerra de cafres primitivos, a muchos les cuesta entender, sentir en su piel, que no es un asunto político o de ensalzamiento de posturas que me importan un pimiento morrón? Solo por hacerlo, ya nos convertinos para algunos en partidarios del bando en cuestión, es decir, de aquel que una mente estrecha «presupone» que pertenecía la víctima. Y así, suma y sigue, de abuelos y padres a hijos…

    Lo cierto es que esta dualidad política de nuestro país, como bien tú dices, Antonio, ya empieza a oler a chamusquina. Posturas obsoletas, creencias trasnochadas, que solo emocionan o enganchan a los que aún no han tenido el valor de volver la vista atrás y entender que nuestra realidad política es un esquema rígido impuesto por unos ancestros que, incluso ellos, ya claman por un cambio.
    Es triste comprobar como tras una fachada construida a base de marketing e imagen, y por poco que rasquemos en ese cartelón que sujeta a aquellos que hemos erigido en nuestros gobernantes, merced a una democracia conquistada con tanto esfuerzo, descubramos que su honestidad no llega ni a la suela de las botas de aquellos bandoleros de Sierra Morena que robaban a los ricos para aliviar a los más paupérrimos…

    Sí, creo que Felipe VI se merece una oportunidad. Y no lo digo adscrita a ninguna postura, quizás a la del sentido común. Un Rey honesto, culto e inteligente siempre podrá balancear el paroxismo que en este país sigue provocando esta absurda dualidad política. Lo mismo nos da pistas para que empecemos a Pensar por nosotros mismos, quién sabe, y nos alejemos de ese redil que han intentado inculcarnos desde la primera dentición.

    Un saludo y gracias.

  2. Coincido en el adjetivo que le ha dado Mar al artículo, «lúcido», y, aunque me pese, sin tener muy claro qué es mejor, si una república o una monarquía parlamentaria, a veces pienso en que lo primero que tienen que cambiar son los españoles. No se puede generalizar (evidentemente, los hay maravillosos, trabajadores, inteligentes, prudentes…), pero también se da mucho la intransigencia por estos lares, el fanatismo. Y esa actitud da al traste con cualquier intento de entenderse.
    Un abrazo, amigos.

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