Noemí Trujillo, «Un lugar con nieve» (I): El amor…, ese deseo disfrazado con el velo de los sueños . Por Ángel Silvelo

Un lugar con nieve es un salto al vacío; una línea donde se dan la mano el tormento y el deseo; un espacio de huecos y de soledades; un territorio de resonancias y de anhelos; una inmensa llanura para edificar una casa y en su interior dejarnos seducir por un último enigma: el amor. La voz poética que nos propone la autora gira una y otra vez sobre la realidad y la ficción, edificando piruetas en el aire que no precisan de una red que nos proteja, quizá porque el amor…, ese deseo disfrazado con el velo de los sueños, no entiende de otras reglas que no sean la entrega y la pasión: «Todos los poros de mi cuerpo son tuyos:/ Quiero que los beses y los muerdas,/ concupiscencia secreta de mi alma./ La vida está entreabierta/ y también mis piernas…/ besa/ besa/ besa». Sin embargo, ese último anhelo de poseer y disfrutar de la persona amada en ocasiones se derrama sobre un pozo oscuro donde el amor y el deseo se encuentran perdidos: «Te deseo./ Aunque a veces tienes mil caras/ y todo tu cuerpo es un brote de espinas». Este Coloso, tal y como su autora lo ha rebautizado —en un clara referencia al poemario de Sylvia Plath—, deambula sin piedad por caminos que, a veces, devienen en atajos, pues los verdaderos amantes no entienden de otros tiempos que no sean los que les marca la ansiedad del amor. Amor sin límite, amor piedra, amor mordaza. Amor a secas…

Un lugar con nieve es también el ámbito donde los copos imaginados se funden con el contacto de los deseos. Deseos, deseos, deseos…, con los que apoderarnos de la persona amada: «Me quemo por ti,/ me quemo por dentro./ Mi mano ahuyenta soledades./ Mis piernas tiemblan,/ tapadas con tu sombra. Me llena una ausencia de hambre/ y un dulce calor de saliva. Te llamo y no vienes». Esa ausencia de la persona amada es reclamada en La Magdalena (2008) —el primer poemario de esta antología poética—, como una imagen imposible de vislumbrar, pues se escapa entre nuestras manos como si fuera una secuencia de fotos de un pasado que ya no nos pertenece. Paréntesis y contornos, ventanas y espejos, se contraponen en una lucha sin final, y lo hacen a palabras y conceptos que también son pura materia, por mucho que algunos no se puedan tocar: sangre y menstruación, miedo y celos, en una melodía plena de cacofonías tímidamente sugeridas al principio, y lujuriosamente necesarias al final. El amor necesita de la carne, el calor y la materialización de una pasión que abandona las metáforas plateadas para convertirse en un puro combate real y sexual entre amantes: «Ya no hay orgasmos fingidos,/ ya no me callo tu nombre./ Ya no./ Vamos a usar esta maravilla,/ nombrémonos./ Afila mi delirio y ámame». Y arrogados en esa irracional y última necesidad del otro acabamos varados en la senda del silencio; un ámbito donde las cicatrices no sangran y las caricias ya no precisan respuestas: «Mírame y dame esa licencia».

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La ausencia del ser amado sigue estando muy presente, casi como una tortura, nos dice la autora, Noemí Trujillo, en la introducción del segundo poemario, Lejos de Valparaíso (2009), que prologó Luis Alberto de Cuenca. Este conjunto de poemas todavía forman parte de aquellos en los que la poeta ya no se ve reflejada, por pertenecer los mismos a una voz poética distinta y ya apagada. Aquí, los versos, cortos, surgen como huérfanos abandonados que necesitan precipitarse en forma de cascada a lo largo del poema, en una especie de vertiente que va en busca de una llanura, en la que esta vez, sin embargo, no nos espera una casa propia, sino alquilada: sin fotos, sin muebles propios, sin señas de identidad propia: «Miro los muebles viejos,/ muebles alquilados,/ muebles sin fotos,/ sin marcos./ Nuestra casa/ parece/ un gran espacio/ desangelado». En ese deambular etéreo no hallamos ni símbolos ni certezas, y todo se convierte en irreal, por onírico. Igual que esa sangre que se sigue derramando y no alberga una nueva vida: «Dices que mi felicidad/ no está en tu camino./ Mi vientre/ sigue vacío». Los espacios flotan suspendidos en el aire, pero lo hacen pegando puñetazos a nuestros deseos: «Tráeme una rosa/ y un poema/ y un anillo/ y una vida./ Tráeme domingos de fe./ Quiero algo más/ que esta/ nostalgia/ de ti/». Y cuando todo parece que se resume en una lucha que no sabe cuál es su final o su destino, aparece la luz. La luz es abrir, la luz es coger el autobús, la luz es recamar, la luz es tejer. La luz es ser feliz, la luz es crear, tu luz es mi vida…, como nos recuerda la poeta en cada uno de los poemas que conforman la segunda parte de este poemario, que acaba con esa necesidad de expulsar a nuestros fantasmas que, con la luz, huyen lejos de nuestra morada: ۫«Tu luz es mi vida,/ perdona mis catedrales heladas…/ La dulce Elsinore/ ya no escribe/ tragedias,/ espero/ seguir pareciéndote/ una sirena/». Y todo acaba con un himno en forma de deseo: «enséñame a ver».

 

La muchacha de los ojos tristes (2011) nos dibuja el semblante de una voz que crece y se asienta. Las metáforas del dolor son menos tangibles y se transforman en mariposas. Todavía no hay margaritas que crezcan en una verde pradera, pero la voz poética se enfrenta a sí misma con determinación, en un falso ajuste de cuentas. Mirar atrás conlleva un duro ejercicio de valor para el que nunca estamos preparados, por mucho que estemos dispuestos a retarle: «Ella era una muchacha de ojos tristes/ como yo./ La vida se le escapó de un salto/ y ya no pudo cogerla». Este poemario cruzó el Atlántico y llegó a New York, pero se desangró de vuelta de Valparaíso: «Un avión subterráneo/ me mató/ a través de una ballesta./ Ahora/ tengo/ un cerrojo de sangre/ en cada pierna». Sin embargo, hay heridas que nunca cicatrizan por mucho tiempo que pase, porque la distancia y el olvido son en ocasiones como un boomerang punzante, pero sí hay otras versiones del desamparo que de alguna manera nos aflige desde que nacemos y que son y resultan más abarcables, igual que un abrazo echado en falta: «Descorché el cava/ y no encontraste/ ningún motivo para brindar./ Lástima,/ eres incapaz de ver/ lo que echo en falta». Adivinar el pensamiento del otro es una ardua tarea por imposible, tanto o más que luchar contra los dragones ajenos que llegan a casa escupiendo olas de fuego. ¡Qué extraño nos parece aquello que no es nuestro!: «La segunda vez,/ no sabes qué hacer/ con el miedo». Miedo que se perfila como una catana de un único corte y muerte segura. A pesar de todo, necesitamos de ese miedo para sentirnos vivos y revivir las cosas que nos dijimos y la dulzura de unos besos que con el tiempo abandonaron a nuestros labios… Esa búsqueda de la verdad reconvertida en palabras que surcan el margen de la otra vida, la soñada, aparecen, por fin, sin miedo: «Soy poeta,/ cada vez más/ me acerco/ a lo que quiero ser./ Los versos ya no/ suenan confusos/ y han dejado/ de alimentarse/ de mi sangre./ y aunque a ti/ te parezcan/ indiscretos,/ yo los espero». Y el deseo es nuestro y no el ajeno, en una primera muestra de una nueva identidad poética: «No te gustan mis cambios de humor;/ que pase del verano al invierno,/ que se tuerza mi sonrisa,/ que se enmudezca de golpe./ No te gusta/ que huela a miedo y a cansancio,/ que llegue estresada a casa,/ que quiera a pasear un domingo/ en el que tú estás trabajando./ Pero podrías rescatarme del frío/ y de las taquicardias/ con tu abrazo./ Me resulta trágico/ que te pida tan poco/ y te parezca/ tan complicado».

Un lugar con nieve es como un deseo que surca los parámetros del tiempo para buscar cobijo en un hueco de nuestras entrañas; un lugar, mágico, donde estar a salvo del rastro de las pisadas del miedo, ese que nos impidió una vez decirnos te quiero.

Ángel Silvelo Gabriel

PD: esta reseña es la primera de dos sobre el poemario Un lugar en la nieve de la autora Noemí Trujillo. Continuará…

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