Debería formularse (si es que no se ha hecho aún) el elogio del lector excéntrico. Es decir, aquella mujer o aquel hombre que, a pesar de haber nacido en Roda de Isábena o en Valdemorillo (por citar dos nombres eufónicos donde los haya), expande su curiosidad mucho más allá de las fronteras locales, provinciales e incluso nacionales, y degusta novelas finlandesas, poemarios marroquíes, ensayos canadienses y dramas hindúes. La noción decultura no se lleva bien con el aldeanismo o la jaula lingüística, así que todos los esfuerzos que se ejecuten para derribar las fronteras (de idioma, de credo, de estética) se me antojan loables ejercicios enriquecedores. Quizá por eso he sido siempre un lector ecléctico y voraz; y procuro que esta sección donde ustedes tan amablemente me visitan se nutra del mismo espíritu, que se me antoja idóneo para ampliar el horizonte mental.
Un buen inicio puede ser, para aquellas personas que quieran probar este sistema de lecturas variopintas, acercarse hasta las Ocho escenas de Tokio, del japonés Osamu Dazai, que ha publicado el sello Sajalín gracias a la traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Se trata de una recopilación de relatos del escritor nipón Tsushima Shuji (1909-1948), hombre atormentado, alcohólico, morfinómano, hipersensible y que coqueteó varias veces con el suicidio hasta que logró perfeccionarlo y adentrarse en él con paso firme. Las nueve historias que se nos ofrecen en este tomo (seleccionadas por Daniel Osca) incorporan un ingente aluvión de referencias autobiográficas, que nos permiten fundir en nuestra mente la vida y la obra del infortunado Osamu Dazai (seudónimo con el que publicaba sus obras Tsushima Shuji): en varios cuentos el protagonista es un escritor; en otros (al menos en cuatro de ellos) se nos habla menciona explícitamente el suicidio; y en el que da título al volumen nos habla en primera persona un joven estudiante que descubre la ideología comunista, desatiende sin bochorno su obligación de asistir a clases, se aleja de su adinerada familia y bucea en mares de alcohol barato y drogas adictivas. O sea, las circunstancias que adornaron la vida del propio Osamu Dazai. De aquel muchacho consciente de su aspereza (“Nunca fui un chico demasiado agradable”, nos pregona en la página 55, sin que le tiemble un ápice el pulso a la hora de la autoflagelación) surgieron estos escritos duros, confesionales, directos, donde tendremos la ocasión de conocer a escritores malditos que provocan el infortunio a sus esposas (La mujer de Villon); chavales desconsiderados, que practican la humillación y la violencia sobre sus sirvientas de un modo lamentable (Paisaje dorado); voyeurs que se prendan de jovencitas una vez que las contemplan desnudas en el agua termal de una piscina, aunque jamás intenten acercarse a ellas (Delicada belleza); extorsiones provocadas por el nihilismo y la desazón de una vida carente de metas, que provocan en el lector tanta repulsa como perplejidad (Sin bromas); cómicas situaciones acaecidas en una oficina de correos (Dos pequeñas palabras); o las inicuas servidumbres a las que debe someterse un narrador dipsómano, utilizado por sus compañeros periodistas para un infame reportaje fotográfico, al que se prestará con tanta solicitud como inercia (Demonios apuestos y cigarrillos).
Si consultan ustedes la Wikipedia después de leer este libro (este tipo de cosas hay que hacerlas siempre a posteriori) descubrirán múltiples detalles sobre la existencia más bien amarga de un hombre triste, que fue encarcelado y torturado por el régimen militar de su país y que, al fin, eligió una muerte de lo más extraña: se ató a su amante con una cuerda roja y ambos se arrojaron a las turbulentas aguas del río Tama, donde murieron ahogados. Los cadáveres fueron encontrados seis días después. Y se cierra la información explicándonos que sus lectores llevan cada año cigarrillos y sake a su tumba, en lo que se me antoja un precioso y justo homenaje.
Dueño de una prosa afilada, cortante, precisa y horra de ornamentos, el japonés Osamu Dazai dibuja imágenes de gran poder de sugestión, que no dejan indiferente nunca a la persona que lee. Adentrarse en sus páginas es descubrir un alma hecha tinta, cruda, feroz y auténtica. Compadecerla o despreciarla ya son opciones que pertenecen, como es lógico, al orbe extraliterario.
Rubén Castillo