Olvidado rey Gudú. Por Rubén Castillo

En el añ0 1971, Ana María Matute, tal vez la mejor escritora española del siglo XX, dio a luz su texto La torre vigía, ambientado en la Alta Edad Media y rebosante de imaginación creativa. Y la editorial Lumen, cuando nos entregó dicha obra en 1973, apuntaba en su contraportada: “En la actualidad, Ana María Matute está terminando una nueva novela: Olvidado rey Gudú”. Mucho ha llovido desde entonces, y sólo un cuarto de siglo después pudimos gozar con el magno universo literario que allí se nos prometía.
Todo en esta ciclópea producción desborda los límites previstos. En primer lugar, su desaforado tamaño (casi novecientas páginas). En segundo lugar, la fantasía inusual de su lenguaje, armado sobre un poderoso dominio de la sintaxis, que mece al lector con músicas estudiadísimas y eficaces. Y en tercer lugar (y por resumir de alguna manera), la increíble capacidad que Ana María Matute seguía poseyendo para esculpir tipos humanos, de majestuosa densidad y de un captador brío. Nada queda en Olvidado rey Gudú al azar; nada sirve como relleno. La novelista catalana, sin permitirse un segundo de respiro en su labor creadora, almacena datos, perfiles, colores, viajes, combates y fiestas; y construye de ese modo, levantándolo con la sola fuerza de su imaginación, un reino vasto, un territorio mítico donde fulgen las espadas e imperan las pasiones. Al final, los lectores, inmersos en este mundo desde las primeras páginas, se sienten cautivados para siempre, aunque el libro concluya.
Y es que Ana María Matute, seducida por las fábulas de su niñez, ha querido rendir tributo a Andersen, Grimm y Perrault, auténticos Reyes Magos de su infancia (de tantas infancias). Y para labrar ese hermoso homenaje no ha acudido a la construcción de un ensayo, ni al urdimiento de una novela farragosa, sino a la embriagada recreación de aquellas locas fantasías que la conmovieron con atinadas imágenes de amor, honor y magia. Por tanto, y guiada por estas luces, ha ido dibujando durante décadas el espacio genuino de Olar, donde brillan la odiosa conducta de Volodioso, la dulzura sin límites de Almíbar, la regencia inteligentísima de la reina Ardid, la burda soberbia del rey Gudú o los infantiles caprichos de Tontina. Todo está ahí, todo encaja como en un perfecto engranaje, y el lector lo agradece recorriendo sus páginas sin percibir fisuras en el conjunto, y deleitándose en cada párrafo.
Se ha dicho que el libro contiene equivocaciones. ¿Cómo no habría de ser así, con su ciclópea extensión? Es cierta que en la página 152 se habla de que están infringiendo bajas y que algunas veces se producen errores cronológicos, pero, ¿acaso menudencias así empañan el trabajo novelístico de Matute? No creo que pueda sostenerse en pie una teoría tan injusta y tan mezquina.

Se ha dicho también que el libro contiene un exceso de imaginación y de libertad fantasiosa. Un tonto reproche, sin duda. Es cierto que en la novela que Ana María Matute nos propone abundan las hechiceras, los trasgos y hasta las ondinas, pero no es menos verdad que de estas magias surge un universo en el que nos transforma en niños que gozan con las páginas y que se extasían con su relato. Sólo quien se haga niño y se desprenda de prejuicios culturalistas llegará a entender esta obra. Sólo quien se haga niño entrará en el reino de Gudú.

Rubén Castillo

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Un comentario:

  1. Ese libro es el precursor de Juego de Tronos! Es una maravilla!!!

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