Política y fe (y viceversa). Por Santiago Tracón

Política y fe

(Foto: M. Trancón)

 

Hay una estrecha relación entre fe y política (y entre política y fe). La política promueve la fe, exige la fe, y la fe, a su vez, sostiene la política.

Fe es creer en lo que no vimos (y en lo que no vemos), pero también decimos «si no lo veo, no lo creo» y «ver para creer», que es una definición de fe ad contrarium. Todavía queda un rizo: hay que creer para ver, para ver algo antes hemos de creer en ello (al menos, creer que puede existir). Somos un poco complicados, sí, nos gusta rizar y desrizar el rizo.

La política es uno de los muchos aspirantes a sustituir a la religión, una vez que ésta ha dejado de ser útil para guiar y orientar nuestra vida (al menos en Occidente). La religión exigía una fe ciega, muy difícil de mantener ante las exigencias de la vida real. Desde el Renacimiento, el espacio que la religión ha dejado libre se lo han disputado el arte, la razón, la técnica, la cultura, la ciencia. También la política. Marx fue el primero en entender la política como un sustituto de la religión.

Todo lo dicho me autoriza a hilvanar esta reflexión sobre las relaciones entre política y fe, fe y política. Nada de extraño que oigamos con frecuencia eso de «yo no creo en la política». Es un intento fallido de liberarnos del influjo inevitable de la política en nuestra vida. Es como la fe del ateo: para no creer también hay que tener fe.

Para mejor entender este vínculo entre política y religión hay que acudir al concepto de ideología. La ideología es un conjunto de ideas que se refuerzan entre sí y constituyen una estructura cerrada y autosuficiente. En su núcleo hay unas pocas ideas totalizadoras enlazadas de tal modo que si se quita una todo el edificio se desmorona. Ideas simples sobrecargadas de material emocional explosivo.

La ideología no admite la disonancia cognitiva. Nos damos cuenta enseguida de que hemos topado con el defensor de una ideología en cuanto alguien, a la mínima, «salta» y se «exalta». El desencadenante suele ser la profanación de una palabra tabú o un nombre sagrado.  El hombre es el único animal capaz de matar (y de matarse) por una palabra, una idea, un gesto, una imagen, un símbolo. Por una ideología.

La fuerza de una ideología nace de su capacidad de identificación. Tenemos una identidad tan frágil, tan inasible, tan voluble y volátil, que, si algo o alguien nos proporciona una identidad con la que sentirnos seguros, allá nos vamos de pies y cabeza. Por eso resulta tan difícil desvincularnos de una ideología. Einstein dijo que era más fácil destruir un átomo.

Pero la política, por más acostumbrados que estemos a ello, no es, en esencia, el terreno de las ideologías, sino el de las ideas. No el espacio de la fe, sino el de los hechos. No el de las identidades sociales, sino el de la libertad de los individuos. No el de los dogmas, sino el de la discusión y el debate. No el de los prejuicios, sino el de los principios. No el del oportunismo acomodaticio, sino el de las convicciones (que nada tienen que ver con la rigidez de las creencias). No el de la sumisión al grupo, sino el del acuerdo colectivo.

Si aplicamos estos principios al análisis de las ceremonias político-religiosas que hemos visto estos días, nos daremos cuenta de lo lejos que estamos todavía de liberar la política de la contaminación de las ideologías, esa versión actual de lo peor de las viejas religiones. No digo que podamos librarnos por completo de las ideologías, ya que son un mecanismo simplificador adaptativo y necesario (no podemos pensarlo y someterlo todo a la razón), pero sí que estemos prevenidos contra sus efectos más nocivos: la necesidad que tiene toda ideología de convertir a «los otros» no en contarios, sino en enemigos.

A menos ideas, más dogmas, más fe, menos discusión, más adhesión incondicional. Repasen los recientes congresos de Ciudadanos, el PP, Podemos y los actos de Pedro Sánchez y Susana Díaz en el PSOE. Todos ellos viven de la fe, tratan de mantener la fe, porque sus crisis son de fe. Se buscan creyentes, porque cada día hay más ciudadanos libres que, si no lo ven, no lo creen, y, aun viéndolo, no se lo creen.

Santiago Tracón

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