(Foto: S. Trancón)
¿Quiénes son los malos?
Hagamos una primera definición: Malo es quien realiza consciente y voluntariamente el mal. Y el mal es, ante todo, causar dolor y sufrimiento a los demás. Como casi todo, el mal tiene grados: causar un pequeño mal no es lo mismo que arruinar la vida a alguien. Ser malo de vez en cuando no es lo mismo que ser un malvado redomado.
Marx fue el primero en definir el mal, no desde supuestos morales o religiosos, sino políticos y sociales. No habló del infierno, sino de explotación del hombre por el hombre, o sea, del infierno en esta vida y esta tierra. Cambió lo de ricos y pobres por burguesía y proletariado, y aquello de que es más fácil que un camello pase por el agujero de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos lo sustituyó por la lucha de clases (eso de la aguja no se refiere a la de coser, sino a una puerta estrecha; lo digo porque a mí de pequeño nunca me lo aclararon, y me devané los sesos con la comparación, aunque luego entendí mejor el surrealismo).
Digo que la pregunta de quiénes son los malos, desde Marx, tiene inevitablemente un sentido político, pero eso no impide que nos lleve también a consideraciones más ontológicas o metafísicas. Desde una perspectiva cósmica, o cosmológicamente hablando, podemos decir que el mal no existe, porque, como ya nos explicó Espinosa (y no Spinoza, porque era judío sefardí), «todo lo que existe existe por necesidad». Antropológica y humanamente hablando, sí, el mal existe, y, sobre todo, la maldad, que es cosa exclusivamente humana.
La maldad no nace de la necesidad, sino de la voluntad. Por muy determinada que esté nuestra conducta, cada acto consciente de maldad depende de una decisión personal. Aquí es adonde yo quería llegar: hemos de aceptar que la maldad de los malos existe y que, por tanto, hemos de prevenirnos contra ella. Dejemos de lado la discusión sobre si el hombre es naturalmente bueno (Rousseau) y malo (Hobbes), si nace o se hace. Aprendamos a definir y descubrir el mal, la maldad y los malvados, porque este aprendizaje nos será muy útil para andar por este perro mundo.
Se verá que soy contrario al «buenismo», esa ideología que, no sabemos si por estupidez o por cobardía, niega la existencia del mal y los malvados, y sustituye maldad por comprensión. Si uno no tiene cierta experiencia de la dureza de la vida, si no ha conocido un poco de cerca la maldad humana, le costará aceptar que el mal existe. Y si el mal existe, existen los malos. Así que la pregunta es pertinente: ¿quiénes son, dónde están?
Podemos decir que la maldad es transversal y que, en contra de lo que Marx argumentó, no se encuentra exclusiva ni necesariamente alojada en el «nicho» de los ricos y poderosos. Pero tampoco nos sirve de mucho el diluir la pregunta en una generalización apaciguadora. Necesitamos aceptar lo más evidente: que hay más malos ricos que pobres. Aquí está la discusión: ¿tenemos motivos para sospechar de los que más tienen? Sí, pero no por el hecho de que posean más, sino porque son más poderosos y, por lo mismo, tienen más capacidad para hacer el mal.
La regla suele ser válida: los partidos que tienen más poder son los más corruptos; los bancos están a la cabeza de los abusos (preferentes, cláusulas suelo, desahucios despiadados, tarjetas black, sueldos e indemnizaciones escandalosas, agujeros financieros…); sin empresarios corruptos no habría corrupción; sin el poder de los sindicatos no habría ocurrido el caso de los ERE… No hablamos de una maldad intrínseca, sino de que quien más poder tiene más posibilidades tiene de volverse malvado. Se empieza siendo insensible al dolor y el sufrimiento ajeno y se acaba siendo despiadado.
Pues lo dicho: haylos. Y porque haylos hay que descubrirlos y pararles los pies y las manos. Una sociedad sana es la que no cierra los ojos al poder de los malos. Los actos de maldad, en una sociedad democrática, no pueden quedar impunes. Si se diluyen, si triunfan los pusilánimes y los apaciguadores, si ya no distinguimos a los buenos (la mayoría) de los malos (una minoría), estamos perdidos. Sin simplificar, claro, que de simple a simplista sólo hay tres letras.
Santiago Tracón