Vicente Gallego (Valencia, 1963) echó a cantar hace once años en su libro Cantar de ciego (2005). Eso no quiere decir que sus poemarios anteriores carezcan de la musicalidad del verso y no sean referencia obligada para los lectores de la última poesía española.
Sin ir más lejos, Santa deriva (2002) es un libro de peso que obtuvo el premio Loewe y que además apuntaba al camino que ha tomado luego el autor. Pero, aunque algunas veces se las trate como sinónimos, poesía y canto no son lo mismo. En el citado Cantar de ciego, en Saber de grillos (2015) y en este último Ser el canto, Gallego se ha ido dejando ir en la música y en la celebración de todo, cada vez más adentro, cada vez más suelto, cada vez más desnudo de retóricas, como señala Antonio Moreno en la contraportada. Los nombres de estos tres libros citados son elocuentes. No obstante, en los dos primeros quedan aún reminiscencias de una poesía más reposada, como el formalismo de los títulos, o los ecos retóricos del siglo de Oro, en los que se ha ido encaramando el poeta para lanzarse al vuelo.
Ser el canto está compuesto de cincuenta piezas, clasificadas con números romanos, que son cincuenta voces acordadas en una misma armonía que lo celebra todo: lo grande y lo pequeño, la vida y la muerte, la propia locura de amar: «triunfa el amor y creen / algunos que es locura, y este loco / no puede sino darles la razón, / porque la tienen más de lo que piensan». Son odas elementales que se encarnan en cualquier cosa, desde la gota de agua de un ficus hasta un saltamontes, pasando por una cesta de esparto. Pero entre los seres, los objetos y las plantas están también las palabras mayores: la muerte, el amor y la vida. Y enredados en ellas están Juan de Yepes («¿Qué habrá más delicado que morir?») o Miguel Ángel Velasco («Y a ti, Miguel qué poco / te ha durado la muerte»), o personas anónimas, o de la familia. «Canto lo irremediable,/ lo que se hace presente en el presente», recalca Gallego. Antonio Moreno dice que estas piezas brotan de un «saber intuitivo». Y el poeta, imparable en el regocijo, se cura en la salud del canto: «Ah, locura de amor, no me avergüences».
Arturo Tendero