Sobre Vino amargo, de José Quesada Moreno. Por Elena Marqués

Vino amargo, de José Quesada Moreno

 

La joven editorial Autores Premiados comienza su andadura con buen pie. Confieso que desconozco casi todo de los cinco títulos anteriores, pero con su sexto toro le auguro vuelta al ruedo y salida por la puerta grande.

Vino amargo, del sevillano José Quesada Moreno, es mucho más que una colección de cuentos unidos, entre otros hilos, por el honroso reconocimiento en diversos certámenes literarios; mucho más que los diecinueve sorbos desabridos que nos anuncia su contracubierta preparándonos para el naufragio en la extraña dulzura del sufrimiento ajeno. Si algo los define es el callado relámpago de vida y de muerte irreparables, la sucesión de palabras acertadas que conducen inevitablemente al silencio, el color arrebatado de los pueblos del sur que es la luz de todos los lugares golpeados por los reveses de la fortuna, el olor del cardumen o de la flor marchita remeciendo unas páginas donde participan todos los sentidos y más percibimos el golpe duramente asestado que la infeliz y siempre inacabada caricia.

Inmensos son los dramas que airean estas páginas, desde la desventura de los trabajos mineros, en los que el estallido de la barrena y la amenaza constante del grisú nos zarandean con su zarpa de tierra, hasta la soledad de viviendas que se despedazan, habitadas por hombres y mujeres enloquecidos tras la pérdida, por fantasmas temporales o por definitivos muertos en vida; desde el padre envejecido que jamás conoció o reconoció sus afectos hasta algún que otro niño malogrado en un pilón de espumas; cuentos donde los sueños son a veces premonitorios, a veces la tripa de la realidad, en los que corremos por las páginas con la sana intención de despertar antes de la catástrofe. Y donde el amor y el desengaño, temas inevitables, también tienen su espacio de encuentro y desencuentro, bien sea el cariño calmo de la vejez marchita o el envite trágico de la inocente y malograda juventud.

Confieso que me he sentido arrobada por la mágica realidad de esas vidas reducidas al silencio, entre paredes corrompidas por el moho amarillo con forma de lagarto y el palpitante crecimiento de los magnolios de culpa. José Quesada es escritor, según sus propias palabras, «para que aquella casa donde nací, y tantas otras cosas y personas que ya no existen, sigan perviviendo, travestidas de fábula y quimera, más allá de la memoria» (o quizás, como la voz que nos habla en Casa con mar, como «una excusa con la que seguir existiendo»); pero igual podía haber sido pintor o cualquier otro oficio relacionado con las Artes, pues su sagaz observación de las zozobras del hombre y de la creación, poblada de infinita y minúscula caterva de hongos que habrán, con el tiempo, de destruirla, se perfila sobre el folio con la sabia mirada del poeta que conoce su impuesta y necesaria tarea en este desquiciado paisaje de hojas muertas.

En Vino amargo, la amable descripción de la naturaleza y la oscura sombra de la tristeza gozan de igual trato, pues el autor se cuida mucho de abandonarse a la desgana lingüística. Todo en él se mantiene en equilibrio, con un vocabulario tan rico como preciso, donde cada verbo nos impulsa a la lectura y cada adjetivo deviene irreemplazable. Nada sobra en este encaje de exquisita sensibilidad y mejor factura. Mucho menos cuando, sin apenas darnos cuenta, con una música imperceptible pero que canta y enmudece con el acezante pulso de las chicharras, se nos conduce a un final asombroso, a veces decepcionante cuando la decisión tomada se trunca ante el espejo, ese objeto traslúcido que, en ocasiones, en su reflejo simétrico y multitudinario, nos llega a enloquecer.

Ya en su tercer relato, titulado Égloga, se reconoce José Quesada como narrador de tristezas, e incluso asegura que algún día habrá de cambiar de tercio e intentar «una trama sencilla, con escenas de un bucolismo templado y diálogos de almíbar».

No quiero yo con mis palabras entorpecerle el camino, que seguro, como los transitados hasta ahora, sabrá dirigir con paso firme; pero yo me reconozco lectora (y autora) de desgracias y bebedora de amarginha y otros licores acres, en cuyos posos la vida se nos muestra en su verdadero color, de cal viva y de metralla, de vida y de conciencia.

En fin, pensar que con esta reseña contribuyo a animar a la lectura del libro es un acto (otro más) vanidoso por mi parte. El curioso que lo tome en sus manos y lo abra por cualquiera de sus páginas sentirá su cuerpo habitado por el goce de la Literatura, por la música poética de estos cuentos intemporales y magníficos que lo harán adentrarse, en acto silencioso y concienzudo, en la hermosa fosforescencia que emana de la exactitud de sus palabras.

 

Elena Marqués

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