“Vivir consiste en perder a menudo, ganar de vez en cuando, pero casi nunca en saber”. Con esta lánguida frase podría ser resumida la experiencia vital de Manuela, una mujer que se busca a sí misma en el dolor de la memoria, justo después de enterarse de que su madre acaba de fallecer en Barcelona. El tema no es, desde luego, nuevo en la historia de la literatura española (sin ir más lejos, ahí estaba la insulsa Elena de Juan José Millás, depilándose en la primera página de La soledad era esto, y que recibió la misma noticia con más perplejidad que dolor). Y tampoco es nuevo el tono narrativo que Maruja Torres elige para entregarnos su historia: una secuencia introductoria en presente (1987), un largo paréntesis remedando la técnica del flash-back (1954), y una nueva cala en la actualidad, retomando el hilo de la primera parte. Y es que parece que, inevitablemente, cuando una persona se enfrenta a los sucesos infantiles que han fraguado su vida, para extraer de ellos una orientación o un asidero, suele encontrar en su indagación retrospectiva las indelebles huellas de la nostalgia o las férreas huellas de la frustración.
El problema es que, por excesivamente sabido (Laforet, Francisco Umbral, Ana María Matute, Luis Landero, etc), este tema sufre el peligro de no conmover al lector, impasible ante lo que considera cosas ya leídas. Y si, como en este caso sucede, resulta que las acciones se enmarcan en una España mediofranquista, con botellas de Anís del Mono, raciales tonadillas de Concha Piquer, aparatos de radio sintonizados por la noche, procesiones del Corpus, señoritas snobs del Auxilio Social y entonaciones varias del Cara al sol, entonces los lectores (más bien asqueados por la nomenclatura de aquella época demencial y turbia) pueden sentirse ya asaltados por el resentimiento, el tedio o la desconfianza.
Maruja Torres lo sabe, como inteligente narradora que es, y sólo utiliza estos condimentos reales de su vida (no olvidemos que nació en 1943). No son, en su caso, unos tópicos rancios de sobada manipulación, ni son tampoco las nostalgias mercantilizadas que tantas veces se han usado para convertir el rencor o la altanería en pingüe negocio editorial (sólo tendría que referirme al enmohecido Fernando Vizcaíno Casas para ilustrar cuanto digo), sino que constituyeron el paisaje auténtico de su infancia barcelonesa.
Maruja Torres, además, nos lo refiere todo con los ojos ajenos a todo politicismo. Es verdad que la existencia de Manuela está supeditada a unos prestamistas llamados Los Nacionales, y que a su padre se le menciona como rojo, y que hay entonaciones del Cara al sol para recibir a los voluntarios de la División Azul; pero son simples pinceladas del entorno, puras coyunturas de época, que no transforman la novela en algo engagé, sino que se limitan a enmarcar el cotidiano vivir de Manuela, la niña abandonada por su padre y criada por sus tíos, que la acogen con desigual interés.
Con todo, lo más emocionante y más conseguido de esta novela de Maruja Torres es, aparte del lenguaje (que en todo momento guarda un sano equilibrio entre lo coloquial y lo lírico, sin desmandarse por ningún extremo), su perfecto final. Ahí es donde la pluma ha sido más tensa y más densa; ahí es donde ha brillado con más fuerza la sabiduría narrativa de Torres, que ha sabido imprimir el justo tono de languidez y de melancolía para conmover a los lectores sin deslizarse por el columpio de la lagrimita facilona. Un acierto, pues, el sereno tono de las últimas seis páginas, que suponen el brillantísimo remate a una narración atractiva.
Rubén Castillo