Ya no debería quedar un solo crítico, un solo editor e incluso un solo lector que se dejara llevar por ese tópico tan manido como falso: la literatura de humor no es un subgénero. Pero resulta curioso que mientras que la modernidad ha ido reivindicando uno tras otro los diferentes cajones menores de la literatura (véanse los zombis, los vampiros, la novela rosa o la gótica), se sigue dispensando al humor la suave indulgencia del paternalismo, relegándolo al segundo escalón de mérito, sin más raciocinio. Quizá se trate del mismo mecanismo que nos lleva a pensar que un buen drama es una película excelente, mientras que una buena comedia es una cosita divertida para pasar el rato y echarse, sin más, unas risas.
Fernando Iwasaki, que es un espléndido escritor, sabe de estos manejos y no se arredra. De ahí que en el preámbulo de su obra Una declaración de humor (que fue galardonada con el premio Bodegas Olarra – Café Bretón, y que ahora le publica Pepitas de Calabaza, en un manejable y elegante formato) elabore toda una declaración de intenciones sobre la posibilidad de escribir buenos textos con esa temática e invoque los magisterios de Enrique Jardiel Poncela, Francisco de Quevedo, Julio Camba, Ramón Gómez de la Serna e incluso Jorge Luis Borges… Y luego nos muestra una selección de artículos de prensa que ha ido publicando en los últimos años y que tienen como hilo conector la ironía, la humorada, la filigrana zumbona o la retranca. Así, por ejemplo, provocará nuestras carcajadas cuando nos hable de los avatares auditivos que ha de soportar un hombre que liga menos que los gases nobles, pero que tiene como vecino a un fornicador incansable: como las paredes de su vivienda son de diseño, no tiene más remedio que empaparse los oídos con los ruidos, jadeos y restregones de su rijoso vecino (El amante pasivo); o nos alegrará el espíritu cuando nos explique la durísima cura de humildad que sufre un hombre cuyo clon tiene una vida más brillante, exitosa y mujeriega que la suya (Soy el clown de mi clon); o nos deslumbrará con una larga y desternillante disertación sobre los numerosos factores (pantalones ajustados, contaminación, pesticidas, sedentarismo, etc) que van empobreciendo el semen de los varones en el mundo, según atestiguan los andrólogos más reputados (A más polución menos polución); o cómo se recrea destripando las instrucciones de todos los electrodomésticos que tiene en su hogar, que parecen redactadas por un «pobre búlgaro que trabaja sin diccionario y que tiene que traducir al castellano de un manual francés traducido del árabe por un panameño residente en Moscú» (p.69).
Y para quienes aprecien más la fulguración del detalle (los diamantes estilísticos, podríamos decir) hay fantásticos juegos de palabras en este tomo. Por ejemplo, cuando se detiene a hablarnos de los bancos genéticos y se inventa este breve diálogo entre una madre y su hija: «-Niña, ¿tú quieres tener un hijo del Brad Pitt? / -Sí, pero con su Pitt» (p.26). O cuando elabora una feroz diatriba contra el exceso de peso que han de soportar las espaldas de los alumnos españoles, que sólo sirve (en opinión de Iwasaki) para jorobar a éstos.
Dos precisiones para finalizar. La primera: ¿tienen una botella de Anís del Mono cerca? Realicen la comprobación que propone Fernando Iwasaki («Las ideas darwinianas le sentaron muy mal al mundo católico en general y al catolicismo español en particular, y por eso el macaco que aparece en la botella del Anís del Mono tiene la cara del naturalista inglés», p.27). La segunda: ¿conocen a alguna chica que se llame Vanessa? Pues el escritor explica en la página 91 del volumen que dicho nombre se lo inventó Jonathan Swift para encubrir a su amante Esther Vanhomrigh y así poder dedicarle poemas amorosos… sin que su esposa legítima se enterara.
Para quienes hayan tenido la curiosidad y la suerte de leer alguna obra anterior de Fernando Iwasaki (es mi caso) Una declaración de humor servirá como nuevo peldaño para admirar más intensamente a este prosista. Y para quienes no un consejo de amigo: háganse con esta obra en su librería porque disfrutarán como enanos. Y además se empaparán de buena literatura.
Rubén Castillo