No vemos sólo con los ojos, vemos con el cerebro. Los ojos tienen que aprender a ver. Se puede tener perfectamente la retina, el nervio óptico y los centros neurológicos del área de la visión y, sin embargo, no ver. Desde pequeños nos enseñar a ver. A ver lo que hay que ver y dejar de ver lo que no hay que ver.
La visión ocupa la tercera parte del cerebro. Los estímulos visuales requieren gran cantidad de actividad cerebral para transformarse en imágenes tridimensionales y situarlas en el espacio. Además, hemos de focalizar: sólo podemos ver lo que ocupa un punto frontal concreto y limitado; lo demás, o es difuso, ni lo vemos. La atención selecciona, a su vez, lo que podemos ver conscientemente. Para ahorrar energía, el proceso de la visión, como el de todos los sentidos, se automatiza.
Vemos lo que hemos visto y lo que hemos aprendido a ver. Nos anticipamos, completamos, construimos e inventamos lo que vemos. El cerebro tiene que amalgamar todos los estímulos visuales para formar imágenes coherentes y por eso recurre a la automatización del proceso. Todo esto es necesario y adaptativo, pero nos limita mucho, porque podemos ver mucho más de lo que vemos. El mundo es mucho más de lo que vemos.
Toda visión es, en gran parte, una alucinación. La actividad interna retroalimenta y modula los datos sensoriales externos. Actuamos siguiendo pautas, modelos, patrones internos. Rechazamos y borramos todo lo que no encaja en esos modelos.
Para enriquecer nuestra vida, nuestra experiencia, nuestra visión de la realidad, hemos de «parar el automatismo perceptivo». Podemos alterar nuestra percepción ordinaria y experimentar otro modo de ver, observar y percibir la realidad. Suspender la actividad cerebral automática y crear vacíos, huecos, silencios cerebrales. La visión cambia entonces. En un primer momento todo se hace más confuso y difuso, pero luego podemos enfocar la visión para ver la realidad más como es, más misteriosa, más indeterminada, más «cuántica». Vemos lo que, aun estando ahí, nunca antes lo habíamos visto.
Si logramos ver de modo distinto, paralizando la visión rutinaria, nos damos cuenta enseguida de que ver no es sólo un asunto de los ojos, sino de todo el cuerpo. El oído y el tacto también ven. La visión se hace «sinestésica», los estímulos se entrelazan y potencian. Se puede entender así un poco mejor la mística, pero también la experiencia artística y creativa.
Santiago Tracón