Vemos, palpamos, respiramos, pero al final todo es nada si no creemos. Las sensaciones corporales, físicas, son lo único que nos da la certidumbre de que existe algo aquí, ahí, incluido nosotros mismos; pero no son más que sensaciones, imposible construir con ellas un mundo. El mundo lo construye nuestro cerebro. Somos una máquina poderosa que construye el mundo a partir de unas difusas y confusas sensaciones físicas, orgánicas. Acumulamos sensaciones, las asociamos y las guardamos en nuestra memoria. Todo parte de ahí, desde antes de nacer. Siento, luego existo.
Nos aferramos a la certeza de ese mundo construido a través de nuestros sentidos porque no podemos vivir fuera de él, pero, como no es más que una construcción imaginaria, sostenida por nuestro intento de vivir, de vez en cuando sospechamos o nos damos cuenta de que ni los límites, ni su verdadera naturaleza, son lo que creemos percibir. Esos límites pueden cambiar, desmoronarse, volverse inestables o reconstruirse de modo distinto, abriendo nuestra percepción a algo muy distinto, a mundos extraños, diferentes, inimaginables.
Nada es tan real como necesitamos creer, nada es tan estable como necesitamos percibirlo, nada es tan físico como nos presentan los sentidos. En el fondo de la materia está el vacío, algo que no se puede ni imaginar ni concebir, pero algo tan real como lo que palpamos, vemos y sentimos. No somos tan importantes como creemos, y nuestro mundo nos es más que un fragmento y un instante de la inmensidad y la eternidad que nos rodea. Una pena, pero también un alivio.
Santiago Tracón
(Fotos: Ángela Trancón)
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