Paolo Sorrentino, Fue la mano de Dios.

Paolo Sorrentino, Fue la mano de Dios.

Fue la mano de Dios

LA DOLOROSA BELLEZA QUE ENGENDRA LA VIDA.

 

    El mar. El mar y la ciudad. Nápoles se nos acerca. Poco a poco, en un travelling acuático donde la cámara pasa del azul intenso del mar a la variedad cromática de unos edificios multicolores que suben y suben por la ladera de una colina hasta que se pierden en el tenue azul del cielo. Así nos muestra Sorrentino la primera imagen de su ciudad, resumen y sintaxis de una vida, de una tragedia, de un dolor, de la dolorosa belleza que engendra la vida. Nápoles, embrujada por el ojo de una cámara que busca la belleza. Belleza iluminada por una gigantesca lámpara desprendida del techo y que nos proporciona un halo de misterio y sensualidad. Belleza luminosa que busca, porque la cámara no se detiene. La cámara va y viene, divertente, escurridiza, atrevida cuando nos muestra la otra cara de la vida, la del realismo mágico, la del deseo que desconoce la palabra pecado, la del fútbol como arte —La vida es fútbol y el fútbol es vida—. Esa cámara también entra y sale. Se desplaza a lo largo de un pasadizo y sale directamente al mar, y vuelve a entrar para pararse en los retratos de una feria de monstruos al estilo de Fellini y su legendaria y entrañable Amarcord. Sueños de juventud que a veces se  resumen en figurantes circenses caídos del más allá onírico de nuestra imaginación. Hombres y mujeres reconvertidos en realidad después de pasar por el tamiz de los sueños. Y, a su lado, la familia, La familia y sus peculiaridades, sus extravagancias y defectos, redondeces del alma que ya no mueven el mundo. Habilidades que se despliegan en un gigantesco mantel en el que cabe todo: lo bueno y lo malo; el amor y la estupidez, el esperpento y la locura. Paolo Sorrentino en su última película, Fue la mano de Dios, se enfrenta a sí mismo y a sus recuerdos al afrontar el riesgo de mirar hacia atrás. Un pasado que primero fue feliz, insulso, volcado en la soledad y el fútbol. Un pasado que después fue trágico e inesperado, lleno de dolor e incomprensión ante la tragedia. De pérdida y de estar perdido sin saber tan siquiera quién es uno mismo a los diecisiete años, sobre todo, después de haber perdido a sus padres. Huérfano se define a sí mismo en el abismo de la desgracia. Fue la mano de Dios: película de iniciación, existencial e íntima en ese arriesgado mirar hacia atrás que siempre nos depara un dolor inesperado, distinto y punzante a aquel que creíamos haber superado. La naturaleza del miedo y de la pérdida se fusionan en la búsqueda de una belleza inusual, aquella que a su protagonista le produce el fútbol y enseguida le llevará a querer ser un cineasta. Un cineasta que busca crear su propia realidad. Una realidad alejada de la tragedia. Cuando un choca de frente contra lo inesperado nunca se recupera, y su vida se convierte en un andar paralelo al que el destino le ha castigado. Redención y castigo deambulan sobre el mar en una misma barca; una barca con destino hacia otra vida. Una vida de azules cargados de nuevas esperanzas. Azules a los que siempre amenazan una sempiterna tormenta. Tormenta de recuerdos y espacios vacíos que nunca más volverán a ser ocupados.

    Paolo Sorrentino ha querido que el fútbol sea el armazón sobre el que se sustente esta historia de referentes estéticos y paterno filiales a los que tener siempre presentes. Sus padres, Maradona y Nápoles. Una ciudad que, esa luz con la que la ha retratado, ilumina a partes iguales su decadente y caótica belleza. Una ciudad de Nápoles que también ilumina el corazón de Fabietto (Filippo Scotti, el joven protagonista de esta película), álter ego del cineasta que en su día se lo jugó todo “a la mano de Dios”. A ese dios del fútbol que fue, es, y seguirá siendo Diego Armando Maradona. Una idolatría que ya se muestra en los créditos iniciales cuando se le cita como: «el mejor futbolista de todos los tiempos». El fútbol juega aquí el papel de revelador de una nueva vida. Aquella que surge de las entrañas y que nadie es capaz de enseñarnos. En esa falta de una brújula que nos guíe, en el caso de Paolo Sorrentino, surge una vida. Una vida enfocada al arte. Una expresión vital, en la que al fin, poder culminar la búsqueda de la dolorosa belleza que engendra la vida.

Ángel Silvelo Gabriel.

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