Parir
La sencillez, y la mullida comodidad de la placenta me abrazaba antes de tener conciencia del viaje sin retorno. No era más que un cigoto con ínfulas de embrión que ronroneaba al compás del tarareo de mamá yendo de aquí para allá.
Una mañana, mamá no entonó su copla preferida, en ese momento y, tras un interminable silencio las notas melódicas cambiaron por angustiosos gemidos y violentas convulsiones. El seísmo me puso cabeza abajo, justo un momento antes de la génesis sentí alrededor un desgarro feroz tirando de mí, a jirones se descolgaban las paredes de carne humana, de la carne de mamá, tejidos bañados en un hervor de sangre y líquido amniótico. La crecida desbordó hacía el exterior desconocido, allí la temperatura no era cálida, la luz blanca me cegaba, y ensordecí en un concierto de voces agudas.
Al volver la vista hacia la carnicería, advertí que tan solo bastó un corte certero del bisturí para finalizar la intensidad sedentaria y estable del vínculo. Aturdido me aferré fuertemente al cordón umbilical. Y durante toda mi vida deambulé continentes, erré un sinfín de países, siempre sin descanso alguno, un periplo eterno, un peregrinaje insostenible para mi y el planeta, la degradación paulatina de ambos sumada al error de pensar que mamá siempre estaría esperándome en el otro extremo del cordón que nunca solté.
Jordi Rosiñol.