Polvo en el viento
Son jóvenes y quieren escribir, tocar en un concierto, aprender a pintar con acuarela, hacer algo importante, cambiar el mundo… No han caído aún en el vicio de los móviles. Aprueban los exámenes, encadenan fracasos sentimentales y artísticos y se tragan la vida como si fuese comida de hospital. Les da vergüenza ajena de las audiencias masivas y de eso que cada día triunfa en las pantallas. No entienden nada de lo que está ocurriendo, pero se esfuerzan en creer que todo sirve aún para algo. Incluso saben que no se fracasa por falta de talento, sino por la insoportable estupidez del medio. Sospechan que cualquier éxito ahora tiene el sesgo de ese viejo afán inútil de los falsificadores de Arte. Saben también que vivimos en ese momento crucial en que lo fundamental ha comenzado a transformarse en polvo. Pero son pocos. Son muy pocos. Menos de uno por barrio o por hectárea. A veces no hay ninguno en ciudades enteras. Y casi siempre van por ahí con los bolsillos llenos del calor de sus manos, paseándose escépticos y serios por todas las aceras y los parques de Europa y sintiendo en su pecho que el corazón les late queriendo vivir más, vivir en otra parte, allí donde la vida sea como una flor que uno pueda robarle al infinito. ¡Bienaventurados todos esos muchachos que sienten no caber y tal vez lloren su desconsuelo por las noches, pero cada mañana vuelven de nuevo tranquilos al trabajo, al instituto, a la universidad, al juego cotidiano de la vida!
Miguel Sánchez Robles
(Habitaciones de existir)