Casa de vecinos
Cándida descorrió impaciente el visillo de la ventana que daba al patio. Se había vestido con el traje de los domingos, empolvado las mejillas con colorete y pintado los labios con un suave carmín. La mata de pelo negro, imposible de manejar, se la había trenzado su madre y luego le había compuesto un moño bajo. Estaba guapísima.
Soledad la miraba desde lejos. No tenía buena experiencia con los hombres o, más bien, con el hombre que la había encandilado a ella y resultó ser un lobo disfrazado de cordero. Por nada del mundo quería que a su niña le pasara igual. Con anterioridad le había aplicado el tercer grado a Manuel, su novio, a través de su hija; insistiendo, ante todo. en si tenía problemas con la bebida. La hija le había jurado que nunca bebía y eso la había tranquilizado mucho. Su marido, que en paz descanse, tenía muy mal beber y a causa de eso había padecido más de lo que nunca hubiera pensado, cuando, enamorada, le dio el sí ante el Altar.
Cándida pegó un grito y dio un respingo al ver aparecer a Manuel. Observó que las cortinas del resto de ventanas que daban al patio de flores también se descorrían. Eran una gran familia y todos estaban enterados de que el novio de la niña Candi iba a conocer a Soledad, su madre.
Manuel hizo caso omiso de esos ojos que como ventosas se le pegaban a la espalda y muy enseñoreado subió la escalara y llamó a la puerta.
Candi abrió con una enorme sonrisa y le dio paso al saloncito. Enseguida, Soledad salió de la cocina, donde preparaba algo de picar. Nada más verlo se le encogió el estómago. Otro «figura», pensó, mientras veía como Manuel le cogía la mano y se inclinaba para besarla, acompañado de un «encantado de conocerla, señora, no sabe cuánto deseaba este momento». Soledad para salir del paso, nerviosa, les dijo que se sentaran y huyó hacia la cocina donde dejó escapar un profundo suspiro. Ojalá se equivocara, pero estaba segura de que no. Entonces, buscó en la despensa una botella de fino de Montilla que siempre guardaba para alguna celebración y aunque Candi le había dicho que no bebía, la puso en el centro de la bandeja junto con las aceitunas, las almendras que acababa de freír, unas alcaparritas, unos vasos con agua y un catavino.
Soledad dejó todo en la mesa y se sentó en la mecedora. Manuel hablaba y hablaba, Candi reía, como una tonta, todas las ocurrencias del chico. Pasado un tiempo, no puedo resistirlo y sin decir nada Manuel echo mano a la botella negra, quitó el corcho y con gran destreza se sirvió un medio hasta el borde. Se terminaron las aceitunas y Sole fue a por más a la cocina. De vuelta vio como se servía el segundo y poco después el tercero y el cuarto… Candida totalmente extasiada, con los ojos brillantes, no dejaba de mirarlo.
Llegada una hora prudente Sole miró el reloj de pared y Manuel captó la indirecta. Se apresuró a levantarse.
—Le reitero mi agradecimiento y, por supuesto, estoy encantada de conocerla, señora. Espero volver muy pronto.
—Gracias por su visita. Anda, Candi, acompáñalo a la salida.
Soledad desde la ventana los vio bajar y perderse en la oscuridad del patio. Se imaginó que estarían besándose escondidos tras el brocal de ladrillo del pozo del patio, ocultos de de las miradas curiosas y, esta vez, el retortijón que sintió en el vientre fue tan fuerte que se tuvo que sentar.
Sin tener conciencia de cuánto tiempo había pasado, la puerta se abrió y vio tanta la felicidad en la cara de Cándida, que no fue capaz de decir lo que pensaba de verdad: que su novio era un caradura, que la había engañado y que si seguía con él sufriría tanto como ella. Era inhumano, pero tenía que hacerlo, aunque hoy ya no se sentía con fuerzas.
—Vamos a la cama, mañana recogemos esto —dijo a Candi.
Cuando entraban en el cuarto que compartía, Cándida parloteaba sin parar.
—Yo lo que no entiendo mamá es por qué me dijo que no bebía, ¡qué tonto! ¿verdad? Se ha chascadao casi toda la botella de fino —dijo, riendo—. Sería por los nervios.
—Sería —respondió, lacónica, Sole.
Ya en la cama, aprovechando la oscuridad, Soledad dio rienda suelta a las lágrimas en un callado sollozo que su hija no advirtió embelesada, como estaba, en el recuerdo de los besos que Manuel le había dado.
María José Moreno