Don Rafael
Un lunes más, inicio la semana sentado frente a la pantalla del ordenador, los tímidos y tibios rayos del Sol otoñal con escaso éxito caldean el ambiente a pesar del brío de su brillantez. Por la imaginación me discurren varios temas para plasmar negro sobre blanco el relato de mi columna semanal. Pero después de hojear la prensa, y al entrar en las redes sociales para ver que se cuece en una semana trascendente para la sociedad española, la primera noticia que me golpea cruel las retinas el time-line de Facebook ha fallecido Don Rafael, no lo conocí en persona pero eso no es óbice para sentir un punzada dolorosa, un pellizco en mi corazón, y un nudo que aprieta suave la garganta humedeciendo mis ojos.
Estamos acostumbrados a oír que las redes sociales deshumanizan la sociedad, que separa virtualmente a las personas que más cerca tenemos. En muchos casos estaría de acuerdo, y hasta añadiría que son un reflejo de vanidad, y de envidioso postureo. Sin embargo, aunque escasos, algunas veces desde la distancia física y gratuitamente nos ofrecen lecciones de amor impagables. El recuerdo entrañable de Don Rafael y de su hijo Rafa, compartiendo con todos nosotros imágenes de padre e hijo exprimiendo la vida con humor y con miradas de amor mutuas, siempre sonrientes ellos, me hacían sonreír a mí, y sobre todo me hacían seguir creyendo en el ser humano, en sus valores. Yo, que perdí a mi padre muy joven, jóvenes éramos los dos, al ver de vez en cuando a ellos en la red me producían una ternura y envidia sana.
Compartían todo tipo de actividades lúdicas, como las comparten dos amigos en la adolescencia, con complicidad mutua, muchas imágenes de posts de la pareja me vienen a la memoria, y todos tienen el denominador común de la sonrisa alegre y las miradas de admiración mutua. Finalmente, no he podido escribir mi relato habitual, pero esperando que no se moleste la familia de Don Rafael, he escrito lo que me mandó el corazón, y hoy mi columna, mi relato quiere ser un homenaje a un hombre que conocí virtualmente y que no olvidaré, a un hombre que, a pesar de sus noventa y cinco años, radiaba vida y felicidad, y que nunca su longevidad fue excusa para seguir navegando su bondadosa vitalidad por las redes sociales.
Jordi Rosiñol Lorenzo.