El extraño coleccionista. Por José Fernández Belmonte

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Tres psicólogos ya éramos demasiados. En ocasiones, ni a un asesino en serie lo habían estudiado tan a fondo. Mis dos anteriores colegas opinaron que el estado mental de Manolo no era muy distinto al de cualquier persona normal, suponiendo que ese tipo de personas existiera aunque fuera en alguna aldea recóndita del Himalaya. Sin embargo, él mismo no lo tenía tan claro. Al menos, el segundo especialista que lo trató le insinuó que lo suyo podía ser una depresión provocada por haber agotado sus dos años de prestación por desempleo y estar pasando una precaria y angustiosa situación económica. No es algo tan grave, no se preocupe demasiado, lo que tiene usted es algo pasajero. Sentir miedo e inseguridad no es tan sólo cosa de locos, todo el mundo, en algún momento de sus vidas, se ha sentido como usted –le explicó el doctor con ánimo de tranquilizarle.
Pero después de esa justificada depresión, fue cuando comenzó a desarrollar diversos tipos de manías persecutorias. La primera vez que se sintió así fue cuando le dio por ir todas las tardes a mirar como los clientes de un restaurante italiano se atiborraban a pizzas. El modus operandi siempre era el mismo: se sentaba en un banco de un jardín que daba justo a la cristalera del establecimiento y, desde ese punto, se quedaba embelesado mirando descaradamente a los comensales. En una ocasión unos clientes, al percatarse de la situación, se habían mostrado tan incómodos que los camareros se vieron obligados a cambiarles de mesa. Hasta que un día, los del restaurante, cansados de su absurda obsesión, decidieron salir del restaurante y echarlo a patadas de aquel banco.
-¡Anda a la mierda, tontucio! –le gritaron los del restaurante al unísono.
La humillación le hizo darse cuenta de que su comportamiento no era demasiado habitual.
La segunda manía fue peor. Sin saber ni cómo ni para qué, le dio por sentarse al lado de un mendigo que se ponía en la puerta de la parroquia de Santa Quiteria. En principio el mendigo no dijo nada, pero cuando la gente, al salir de misa, comenzó a depositar en su mano algunas monedas, el mendigo pensó que no estaba dispuesto a compartir su negocio y lo expulsó del atrio a puntapiés. Como es de entender, a nadie le gusta la competencia desleal.
-Oye compadre –le dijo el pedigüeño: como vuelvas por aquí y no respetes mi exclusividad territorial, unos amigos y yo, te vamos a dar de hostias, pero no de las consagradas. ¿Has entendido, o te lo digo en ruso?
Su última y absurda manía fue la de recopilar ticket de compra de los supermercados. Buscaba y rebuscaba en las cajas los documentos que los clientes abandonan, a la primera de cambio, sin prestarles importancia. La gente, al parecer, confía plenamente en los métodos de control, sin percatarse de que, en muchos casos, algunos productos se cobran doblemente, otros a un precio equivocado, y otros -eso es lo peor para el establecimiento y lo mejor para los clientes-, ni tan siquiera se contabilizan.
Aunque todo eso a él le daba exactamente igual. En realidad, lo único que le satisfacía era acumular más y más ticket. Le dio por ordenarlos por importes. De menos de veinte euros, de menos de cincuenta, de menos de cien y, los más escasos, y que más le excitaban: los de más de cien. Esos montones los sujetaba con gomas de diferentes colores y los guardaba en una vieja lata de galletas danesas. Aunque cada noche, cuando procedía a ordenar la colecta de ticket del día, le apenaba recordar el día en el que su madre, siendo niño, le arrojó a la basura su colección de cajas de galletas de lata que casi inundaban su habitación. Recordaba, como si se los hubiesen grabado a fuego, los gritos que le pegaba su madre cuando él intentó detenerla:
-Parece que estás loco, Manolín. ¿No podrías estar jugando al fútbol con los otros niños, en lugar de estar encerrado todo el día en tu cuarto con esa mierda de cajas vacías? Tú no estás bien, hijo –le sentenció la madre sin demasiada sutileza, mientras le tiraba todas las cajas, a excepción de una en la que guardaba montoncitos de ticket de entradas del Cine Callao liados con gomas. ¡Con la de las entradas del cine ya te sobra, lelo, que pareces lelo!
Ese trauma infantil, provocado por su propia madre, quizás tenía mucho que ver con su anómalo comportamiento.
Al principio le hacía gracia a las cajeras, aunque pronto, al correrse la voz de la presencia de tan extraño personaje, los de seguridad, siempre necesitados de protagonismo ante las féminas, comenzaron a hostigarlo para que dejara de venir a efectuar su insólita colecta.
Por tal motivo, tuvo que cambiar infinitas veces de supermercado. Cada vez que lo hacía se veía en la obligación de ampliar la colección, ya que los ticket, la mayoría de las veces, no coincidían en formato, ni en tipo de papel, y eso le molestaba mucho. Así que reorganizó su colección poniéndole a cada caja el nombre del supermercado al que pertenecía tan singular contenido.
Hasta que un día decidió acudir al Supermercado Comprabuena. Manolo observaba a una señora que acababa de arrojar su ticket recién pagado al suelo, como haría un sabueso observando el hueso que le acababa de lanzar su dueño. Mientras la clienta terminaba de acomodar su compra en el carrito, él se lanzó como un rayo a recoger el papel. Se fijó, como hacía habitualmente, en cada una de las líneas de productos y, al instante, se dio cuenta de que el limpiacristales Cristasol tenía un precio excesivamente elevado. Su obsesión, sin darse cuenta, le había facultado para conocer de memoria los precios de infinidad de productos.
En un arrebato, tan espontáneo como incomprensible, decidió preguntarle a la cajera por el responsable del establecimiento. La chica lo remitió a la caja central. Las de la caja central avisaron a un gorila de seguridad que llevaba un Chupa Chups en la boca y tenía la cabeza como una bola de billar. Este lo acompañó, tras subir unas estrechas escaleras, que parecían conducir a la mismísima boca del lobo, a un despacho desde donde un señor, a través de un montón de monitores, controlaba cada reacción y cada movimiento de los clientes de aquel enorme establecimiento.
-Buenos días, señor: ¿Cuál es el motivo de su reclamación? –le preguntó el jefazo con cierto tono de recochineo.
-Pues mire usted, caballero: mi esposa acaba de comprar un limpiacristales marca “Cristasol” y me resulta bochornoso que en Comprabuena -que presume de ser la cadena de supermercados más económica del país- este producto este marcado al triple de precio que en Correfiur. Entiendo que la Cerveza Miau la tienen ustedes un veinte por ciento más barata que la competencia. Que el pan de ustedes es mejor y un diez por ciento más económico que en Almonte. La sardina fresca también la tienen a un precio inmejorable. Pero lo del Cristasol, con mucho respeto señor, es un robo a mano armada –le dijo Manolo, casi sin respirar y más serio que un ajo.
-Caballero, por un casual: ¿sabría usted decirme a cómo tienen el Cola Cados en el supermercado del Corte Francés?–le preguntó el directivo.
-Sí señor, ayer estaba a dos euros con ochenta, pero la semana pasada estuvo a dos con noventa y cinco. Pero aquí, entre usted y yo, el Cola Cados siempre está más barato en Supermercados El Arbusto –explicó Manolo con soltura. Allí siempre está a menos de dos con cincuenta.
-¿No sabrá a qué precio tienen la pescadilla congelada en Etroskin? –le preguntó el tendero.
-Claro, a cuatro noventa, pero dicen por ahí las malas lenguas que no es pescadilla –le dijo Manolo sin titubear un segundo.
-¿Y si no es pescadilla qué coño es? –le preguntó con sorpresa el directivo ojeando minuciosamente uno de los monitores.
-No se haga usted el tonto. Sabe perfectamente que están inundando el mercado con pescados africanos de los lagos Tanganika y Malawi, se compran a pocos céntimos el kilo y los traen volando en unos viejos Antonov de la Segunda Guerra Mundial que un día de estos nos van a caer en la cabeza. Antiguamente nos daban gato por liebre y ahora nos dan perca africana por pescadilla. No sabemos lo que comemos, se lo digo yo–respondió Manolo con autoridad.
-¿Oiga caballero, usted ha venido realmente por lo de su esposa, o trabaja para alguna consultora de gran consumo? –exclamó el jefazo, poniendo cara de circunstancia.
-Piense usted lo que quiera, pero: ¿Podría abonarme la diferencia del Cristasol? Es que llevo algo de prisa –le requirió Manolo.
-¿A usted no le interesaría trabajar para nosotros? –le propuso de sopetón aquel directivo de Comprabuena. Estoy dispuesto a ofrecerle quinientos euros más de lo que le pague su actual compañía.
-Mire, le advierto que yo gano un buen sueldo y no me dejo impresionar tan fácilmente. Además, en mi empresa estoy muy bien reconocido. Recientemente me han propuesto para un ascenso a supervisor de informadores de gran consumo–le contestó orgulloso Manolo.
-Tres mil al mes es todo lo que le puedo ofrecer. O lo toma o lo deja, piénselo –le dijo el directivo mientras firmaba un montón de documentos.
-Como soy un caballero, deme quince días para quedar bien con mi actual compañía y trato hecho –le respondió Manolo con seguridad.
La entrevista se cerró con un apretón de manos y de manera bien distinta a como se preveía.
-Oiga: ¿pero me van a reembolsar la diferencia del Cristasol o no? ¡Lo cortés no quita lo valiente! – volvió a insistir Manolo.
-Sí, pasé usted por caja central, allí le darán sus dos euros. Veo que tiene usted bien grabado a fuego nuestro lema “si encuentra algún producto más barato le abonamos la diferencia”.Recuerde, en quince días nos vemos aquí para formalizar su contrato. Hasta entonces –le dijo el que sería en breve su nuevo jefe.
Aquellos dos euros los invirtió Manolo en comprar un cupón de la ONCE. La fortuna quiso que le tocara el premio gordo y un sueldazo al mes durante veinticinco años. Por tal motivo, Manolo lleva una semana pensando si le apetece ese trabajo o no. Hasta el momento de escribir esto, no lo tiene demasiado claro. A él lo que realmente le gusta es hacer colecciones. Yo, que soy su psicólogo, le he aconsejado que antes de rechazarlo, pruebe a ver si le gusta. Ese trabajo le permitiría seguir cogiendo ticket de todos los supermercados y encima cobrar tres mil eurazos. Por mi parte, le he ofrecido una iguala de 200 euros al mes para que siga viniendo a la consulta una vez por semana. Este Manolo es un tipo raro, pero es buena persona. ¿Quién de ustedes no tiene alguna rareza hoy en día? Para no ir más lejos les diré que yo colecciono recortes de periódicos en los que aparecen fotografías de gente asesinada y no por ello pienso que estoy loco. ¿A qué ustedes también coleccionan algo? Pues eso…

José Fernández Belmonte

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2 comentarios:

  1. Reconozco que los personajes necesitados de psicólogo me enloquecen (je). Eso es lo que, concretamente, yo colecciono. (Después de esta frase, no tengo que decir lo mucho que me ha gustado este relato.)
    Un abrazo, don José.

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