A la caída de la tarde cuando el sol rojizo jugaba al escondite con el horizonte, Carlos abandonaba la seguridad de su hogar. Con paso titubeante, ayudado por su madre cruzaba la carretera hasta adentrarse en las dunas. Con su bastón como puntal sorteaba el hundimiento que su peso provoca en la movediza arena.
Oía los graznidos de las gaviotas, a esas horas de pesca, y él, las imaginaba volando en círculos sobre su cabeza.
La firmeza de la arena mojada le advertía que estaba cerca de la orilla. De esa orilla a la que iban a morir las pequeñas olas. Olas pequeñas, porque apenas escuchaba un leve rumor acompasado en sus ir y venir.
«Nada que ver con las de las semana pasada; esas se estampaban alborotadoras con un estridente ruido», pensó mientras caminaba paralelo al margen. A ese margen que separaba lo seco de lo mojado y que tenía que respetar si no quería que sus zapatos deportivos se empaparan de agua.
Siempre contaba ciento cincuenta pasos y se detenía. Se sentaba a esperar que la brisa fresca sacudiera su cara, respiraba hasta que ya no le cogía más aire en los pulmones y reía. Todo iba bien.
Después aspiraba el olor tan especial que el mar tenía. Su madre le decía que era olor a salitre: una mezcla de sal, pescado y algas; para él era el olor de la libertad.
Se concentraba en el murmullo de las olas mientras se caldeaba con los últimos rayos solares. Siempre el mismo ritual, la única manera de no enloquecer.
Sin esperarlo, sintió algo que rozaba sus pies. Sobresaltado fue palpando hasta que su mano tropezó con una superficie pulida. Era una botella de cristal. Apenas pesaba y un tapón de corcho clausuraba su boca. Enseguida lo adivinó. «Una botella con mensaje», se dijo.
La dejó a un lado y se tumbó a imaginar una romántica historia de amor escrita en aquel papel que había surcado los mares hasta llegar a sus manos. Durante un buen rato estuve regocijado en aquella aventura.
Desde que había perdido la vista en aquel trágico accidente, solo le quedaban los ojos de la imaginación; con ella era feliz, porque fabricaba un mundo a su medida en el que él lo podía TODO…, hasta ver.
María José Moreno