CANFRANC, 1972
Mientras el tren escalaba trabajosamente la montaña, el paisaje me conquistó por completo: cada mirada descubría un nuevo regimiento de castaños y abedules en sustitución de otro apenas vislumbrado. Árboles vestidos de un oro improbable trepaban por las laderas, se balanceaban en las crestas, se hundían en los barrancos…
Era otoño en los Pirineos. Atrás quedaban unos días en París, una despedida aplazada hasta límites posibles e imposibles; la subida a un antiguo y desgastado vagón; la búsqueda del asiento. Delante de las ventanillas desfilaron las fachadas de la capital francesa, sus tejados color pizarra, bajo un cielo que amenazaba lluvia. Luego recorrimos llanuras y campos de cultivo salpicados de casas por doquier, como si no hubiera rincón sin asentamiento humano, sin fonda o taller, bloques, chozas o casonas que albergaban vidas anónimas pero llenas de significado y perfectamente insertadas en su entorno. Desde la fugaz perspectiva del tren, sin embargo, las viviendas y edificios aparecían, giraban y volvían a esconderse sin pasar de ser meros bastidores decorativos; un muestrario arquitectónico animado por unas cuantas gallinas y un viejo asomado a su puerta. No despertaban recuerdos; solo eran escaparates de la vida, de la misma vida en otro lugar con su eterno elenco de preocupaciones y alegrías.
Hacía horas ya de todo eso. Mis ojos se habían cansado de observar praderas y arbustos, campos cosechados y tractores avanzando por caminos perdidos. Todavía me sorprendí al ver hondonadas idílicas o las líneas fluidas de una torre, y me maravilló el abanico cambiante de verdes, azules y ocres de la campiña. Sin embargo acabé buscando y encontrando un amago de la meta inmediata, una franja oscura de sierra; rocas y picos; en fin, los Pirineos.
A medida que la vía remontaba las laderas, el traqueteo de la marcha se iba acentuando. Con un silbido prolongado, que el eco deformaba, el tren se zambullía en los pozos oscuros de estrechos túneles cuyas paredes casi rozaba. Emergía de esas travesías renqueante y un poco más lento aún, para en los cortos trechos nivelados recuperar velocidad, y así la máquina continuaba arrastrando su séquito a golpe de traviesas y en persecución del sol vespertino. Trepaba y escalaba alturas el convoy en pos de esa luz sesgada, polvoreada, mezcla de naranja y bermellón, amarillo y siena de los árboles otoñales, que hacía rato iba incendiando el paisaje. En alguna curva, los reflejos del sol todavía sacaron a relucir, entre el follaje, un primer plano de troncos de abedul enmarcados por hayas grises y castaños marrones.
De pronto una dentellada metálica irrumpió en la difusa mezcla sonora del viaje; los frenos chirriaron desesperados y, con un lamento prolongado, el tren fue parando. A un lado de la vía asomó un apeadero de piedra tosca y mampostería cubierta de grava. Una cima escarpada y más alta que las demás extendía el toldo gigante de una sombra azulada: de su profundidad marina emergió una pequeña estación de montaña, letreros con el nombre de Canfranc; unas casas cubiertas por el velo del atardecer. Tuvimos que recoger nuestro equipaje. Nos trasladaron a un autobús en el que finalmente cruzaríamos la frontera entre Francia y España.
Dorotea Fulde Benke
Un precioso apunte de literatura de viajes, pleno de emoción y de poesía. Enhorabuena, Dorotea.
Un abrazo.
Pues sí. ¿Por qué los viajes en tren nos provocan esa especie de nostalgia y nos conducen irremediablemente a la poesía? En realidad casi todos los viajes: la magia del paisaje apenas matizado por el cristal, las estaciones desiertas, el acecho de las nubes… Y las averías, que, cuando éramos pequeños, pasaban con regularidad y se convertían en una aventura. No teníamos prisa entonces.
Me ha encantado volver allí, con tu tren.
Un abrazo.