En el andén. Por Miguel Zapata Trujillo

El andén - Miguel Zapata Trujillo

 

Ya solo faltan veinte minutos para que llegue el tren y ella vaga nerviosamente entre los puestos de la estación. Va pensando en las mil y una cosas que contarle a él en cuanto baje del tren, en cómo se abrazarán y se besarán allí mismo, en la estación, proclamando su amor ante todo el mundo y ocasionando alguna que otra envidia. Piensa en si le gustará su nuevo vestido blanco estilo ibicenco, que tanto deja lucir sus recién depiladas piernas, así como su generoso busto. Tan abstraída está en estas cosas, que apenas piensa en la hora, de manera que cuando mira el reloj de nuevo ya solo faltan cinco minutos para la llegada de su amor, que viene desde la otra punta del país solo para pasar unos días con ella, solo para amarla durante unos pocos días y volver a marcharse. Decide entonces comprarle algún regalo para que se lo lleve en sus viajes y así la recuerde allá donde vaya, de manera que empieza a mirar con sumo interés en cada puesto, hay prácticamente de todo, bisutería, caramelos artesanos, peluches, ropa de mala calidad, cientos de trastos inútiles que son abandonados a las pocas horas de haberlos comprado. Nada la convence para regalarle, nada de esos puestos ambulantes es lo suficientemente bueno para él. Ya quedan tres minutos y aun no ha encontrado nada, el tren se ve a lo lejos, como se acerca lentamente hacia el andén número cuatro. «Esto», piensa ella mientras coge entre sus manos un incensario de bronce en forma de pirámide con unos diminutos orificios donde introducir los palitos de incienso, «esto le encantará» se dice a sí misma, pues a su amor siempre le ha llamado la atención el efecto que hace un buen incienso, el ambiente tan místico y acogedor que proporciona; en más de una ocasión han hecho el amor mientras en la habitación se quemaba este elemento. Por megafonía se oye una voz aflautada que anuncia la llegada del tren procedente de C… en el andén número cuatro y ella corre con su regalo recién adquirido en la mano derecha, sin envolver, pues no les quedaba papel de regalo en el puestecillo. Decenas de personas comienzan a bajar del aparato y la expectación crece en su interior, los nervios son ya incontrolables, sus manos tiemblan de excitación y un escalofrío le recorre todo el cuerpo. «¡Ahí!» Lo ve, a no más de veinte metros su compañero la busca entre la multitud sin lograr encontrarla. Ella levanta la mano y por fin una sonrisa en los labios de él le indica que acaba de reconocerla. A la carrera se lanza contra éste abrazándolo fuertemente y besándolo con pasión y caen al suelo los dos debido al impulso y a la efusión de ella, pero sin hacer caso ella sigue besándolo hasta que se da cuenta de que él no le responde el beso, y sus brazos que le abrazaban fuerte al principio ya no lo hacen. Así que apoyándose en el suelo húmedo se alza y despega la cara de él para verlo pálido y con la mirada fija en el infinito, ella le toca la cara para que reaccione y se da cuenta de que sus manos están ensangrentadas. Aterrada se limpia las manos en su nuevo vestido blanco e intenta inútilmente que su amado reaccione de cualquier manera, y en uno de esos inservibles intentos le da la vuelta para ver con horror como la pirámide que ella portaba en su mano derecha está ahora fuertemente incrustada en la base del cráneo del que fue su amor.

                                                                    FIN

©2010. Miguel Zapata Trujillo

Un comentario:

  1. El final me pareció ridículo. No tiene sentido.

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