La niña del aserradero. Por José Fernández Belmonte

La niña del aserradero

-¿Puedes parar el coche un momento, Artur? Este paraje es espectacular.
Delante de nuestros ojos, en aquella carretera que se adentraba entre la campiña sueca que va desde Borlange en dirección a Oslo -la capital de la vecina Noruega- discurría, ante nosotros, un hermoso río en pleno proceso de deshielo, rodeado de enormes coníferas y salpicado por unas pequeñas y austeras casas de madera pintadas con el tradicional tono rojizo.
Artur y yo, una vez aparcado el vehículo de alquiler, nos acercamos por un camino que conducía hasta la orilla de aquel caudaloso río. Pronto llamó poderosamente nuestra atención una antigua edificación de madera a la que atravesaba por debajo un viejo canal parcialmente congelado. Sin duda, la abandonada instalación aparentaba ser un antiguo molino, o bien de fabricación de papel, o tal vez de moler grano, a la par que una vivienda.
-Parece un molino, Artur -comenté sin obtener respuesta.
Sin ser muy conscientes del motivo de aquella extraña atracción que nos cautivaba, decidimos, sin hablar, acercarnos hasta la abandonada instalación.
Yo me dirigí hasta lo que aparentaba ser la entrada principal, a la que se accedía por una especie de pasarela de madera que se encontraba en paupérrimas condiciones. Artur, cámara en mano, accedió por el lateral y rápidamente le escuché dar voces:
-¡No es un molino, Pepe, esto es un viejo aserradero!.
Mientras eso sucedía mi vista se dirigió hacía la puerta. Intentaba comprobar si esta se encontraba abierta. Al acercarme, me pareció observar sobre ella un dibujo infantil. Quitando con la mano una capa de polvo que lo recubría apareció ante mis ojos la imagen de una niña ataviada con un vestido largo de color marrón. La contemplación de ese dibujo me llenó de tensión. Decidí frotar el dibujo, por segunda vez, con un pañuelo de papel usado que llevaba en el bolsillo. Ahora la visión era más nítida y esa nitidez, en lugar de atenuar aquella extraña sensación que me inundaba; lo que provocó fue que se me pusieran los pelos como escarpias.
Al darme la vuelta, después de haberme quedado ensimismado por un rato contemplando aquel enigmático dibujo en el que la niña parecía extender su mano derecha, como queriendo agarrar algo, mientras lloraba, mi corazón casi sufre una parada cardíaca. Pegué un grito que asustó a Artur.
-¿Qué pasa, Pepe? – me preguntó alterado desde dentro del aserradero.
-Aquí, detrás de mi, tengo a una mujer mirándome fijamente que me está asustando, ¡Cojones!. No la he escuchado llegar y me ha pegado un susto de muerte -exclamé, dando por sentado de que esa mujer no podía entenderme.
La mujer en cuestión debía de tener cerca de los sesenta años, o quizás alguno más. Era rubia y, su piel, tan blanca como la misma nieve. Ojos azul cielo. La ropa negra de solemnidad. Me observaba, inmóvil, sin pestañear.
– Hello -le dije haciendo alarde de la única palabra que uso del inglés.
– Hello -le dijo Artur, utilizando el saludo en uno de los seis idiomas que domina, mientras se acercaba veloz hacia donde yo me encontraba.
-Hello -respondió la señora, sin que su rostro evidenciara otra cosa que desaprobación ante nuestra inesperada presencia.
Pronto Artur, con la capacidad de la que siempre hace gala, entabló conversación con aquella sigilosa mujer. Entretanto, yo aproveché para hacer cientos de fotos intentando con ello llevarme secuestrados en mi cámara fragmentos congelados de aquel incomparable santuario natural. Observé que sobre el tejado del viejo molino se encontraba un numeroso grupo de cuervos que emitían unos graznidos que servían de banda sonora a tan inesperado y enigmático encuentro.
Artur seguía escuchando, muy interesado, el relato de aquella señora. A mí ya no me quedaba detalle de aquel paraje por fotografiar. La luz era maravillosa. El ambiente, pese a estar a mediados de abril, aún gélido. Los árboles verdes. El cielo azul. El agua del río bajaba oscura. Los cuervos negros, y aquella señora, extraña, muy extraña…
Me acerqué a ellos pero mi presencia no consiguió atenuar la intensidad y el espesor de aquella plática incomprensible a mis oídos.
Como sentí frío decidí subir el camino y esperar dentro del vehículo. Puse la radio. Sonaba el Gangnam Style y la apagué. Me entretuve viendo las fotos.
Al rato Artur regresó entusiasmado. Lo noté en su rostro.
-Pepe, menuda historia que me acaba de contar esa mujer sobre ese maldito aserradero. No te lo vas a creer -me comentó mientras retomábamos nuestro viaje hacia Vansbro.
-¿Qué es lo que no me voy a creer, Artur? -le pregunté con cierta curiosidad.
-El dueño de ese aserradero no regresó con vida de la Guerra Civil Española. Ni él ni varios jóvenes más, de ese pueblecito sueco que acabamos de dejar atrás, que se marcharon a luchar con las Brigadas Internacionales. Su joven esposa quedó viuda y su hijita huérfana. A los pocos años la desdichada mujer se casó con un hombre de un pueblo cercano, al que, al parecer, le gustaba demasiado la bebida. Trascurrido un tiempo, la niña apareció muerta cerca de la casa, en extrañas circunstancias, y tras el entierro encontraron al padrastro destrozado y medio comido por los cuervos en el mismo lugar en donde habían encontrado el cuerpo violentado de la pequeña.
Desde ese día la viuda desapareció del pueblo y el aserradero quedó cerrado a cal y canto hasta ahora. Esa mujer con la que hablé, y que casi te mata de un susto, era la enfermera que la cuidó durante sus últimos años de vida en un hospital psiquiátrico de Estocolmo.
-Me dejas sin palabras, Artur. Es una historia tremenda. Difícil de creer y de contar.
-Seguro que ya estas pensando en escribir otro de tus relatos en los que siempre me metes por medio -me dijo sonriendo mi compañero polaco.
-Sí Artur, pero no sabría ni como contarlo. Por cierto: ¿Sabes que en la puerta principal del aserradero había dibujada una niña? -le expliqué.
-No me habías dicho nada -respondió Artur.
-Pues no porque cuando me dí la vuelta esa enfermera estaba detrás de mí y casi se me olvida cómo me llamo: ¿O no te acuerdas? -le pregunté.
-Tienes razón. ¿Sabes qué me dijo la enfermera? Que esta noche viaja a Estocolmo y mañana toma un vuelo con destino a España ¡Como tú, Pepe!, cuántas coincidencias…¿No te parece? -me explicó mi acompañante.
-Artur, si me pinchan ahora no sacarían ni una gota de sangre. Me estas dejando sin palabras.
Comimos en la carretera en un pequeño local parecido a una pizzería-kebab, en la que un joven refugiado iraquí nos hizo disfrutar de lo lindo. La visita de trabajo en Vansbro fue genial, la empresa en cuestión la dirigía un joven sueco de origen polaco, de no más de treinta años, y con un increíble parecido a David Beckham, aunque su novia, de veinticuatro años, era mucho más guapa y más simpática que Victoria. El regreso a Estocolmo se nos hizo eterno. Pese a la gran cantidad de señales de advertencia, no se nos atravesó ningún alce. Llegamos al hotel Connect Arlanda, muy cerquita del aeropuerto, y, tras registrarnos, decidimos bajar a tomar algo antes de irnos a la cama.
El menú de la cena no era muy extenso, tan solo podíamos elegir entre un sándwich de gambas cocidas, con huevo cocido, tomate, lechuga y mahonesa y un sándwich de gambas cocidas, con huevo cocido, tomate, lechuga y mahonesa. Así que Artur y yo, por primera vez, decidimos cenar lo mismo. Él tomó cerveza, y yo, por mi alergia, pedí sidra inglesa.
Estando en plena degustación de alta gastronomía sueca sentí como alguien me tocaba el hombro por detrás. Al girarme nuevamente mi corazón se revolvió en su caja y pegué un brinco de la silla que hasta Artur se asustó.
-¡Hostias Artur, la enfermera! -dije escupiendo gambas por doquier.
-Joder Pepe, que susto me has dado – exclamó Artur.
De nuevo los dos se pusieron a hablar en inglés, o en ruso, o en polaco, o en francés, o en cualquiera de los idiomas que Artur habla con soltura y que yo no entiendo ni papa. Cuando me harté de gambas insípidas, y terminé de beberme la sidra inglesa, decidí dejarles con su interesante charla haciéndome el sueco. Pensé qué, como estábamos en Suecia, aquello no tendría que estar mal visto.
-Good afternoon -me despedí de ellos, dándome cuenta, en ese momento, de que, en realidad, del inglés conocía y usaba otra palabra.
-Bye, y no sé qué más -respondieron ellos.
Evidenciando, por los hechos anteriormente descritos, que domino, con mucho orgullo, tres palabras en inglés, me fui a la piltra.
A la mañana siguiente Artur tocó a mi puerta.
-Toc, toc, toc. ¿Bajamos a desayunar, Pepe? -me preguntó desde el otro lado de la puerta.
-Dame un minuto que me has pillado en pelotas -le respondí mientras me vestía a la carrera.
Cuando abrí la puerta, intuí que Artur estaba loco por contarme algo.
-No he podido dormir en toda la noche, Pepe. Esa mujer me acabó de contar toda la historia de esa mierda de aserradero con pelos y señales. Acabamos nuestra conversación a eso de la una y media de la madrugada -me explicó el polaco.
-¿Y qué más te contó esa mujer? -le pregunté interesado.
-La enfermera me contó que la viuda se pasó los últimos años de su vida dibujando a una niña una y otra vez -me explicó Artur.
Rápidamente busqué en mi bolsa, saqué mi cámara, revisé en mis archivos, encontré la fotografía y se la mostré a Artur.
-¿Una niña como esta? -le dije a mi compañero.
-Podría ser esa. ¿Dónde tomaste esa foto? -me preguntó.
-Ya te conté, Artur. Este es el dibujo que había en la puerta del aserradero -le expliqué mientras no despegaba su mirada de la cámara.
-Semanas antes de su muerte, la viuda le pidió a la enfermera que fuera hasta ese viejo molino aserradero para depositar en su interior unas flores junto a uno de esos cientos o miles de dibujos de niña que había realizado en los últimos años.
La enfermera hizo lo que la señora le pidió y llegó hasta esa pequeña aldea sueca semidesierta de nombre impronunciable. Al llegar al pueblo le contaron que el aserradero estaba maldito. Según la vecina, muchos hombres, en las últimas décadas, habían aparecido ahogados en el canal que accede a su interior. Siempre hombres. Nunca encontraron muerta a ninguna mujer, o a un niño, siempre varones adultos. Aquel aserradero atraía, una y otra vez, cadáveres de hombres, como un panal atrae a las abejas, sin que nadie pudiera ofrecer ninguna explicación mínimamente coherente sobre esos hechos.
Pese a los consejos en contra de la señora del pueblo, la enfermera no se amedrentó y fue hasta el aserradero. Encontró en la puerta el dibujo que tú me acabas de mostrar en tu cámara, Pepe. Al abrir la puerta, cientos de cuervos negros emprendieron el vuelo en el interior de aquella dependencia y comenzaron a salir por la puerta, que ella misma acababa de abrir, por lo que tuvo que apartarse para no perder el equilibrio y caer al suelo. Lo que vio después, es algo que no tiene ninguna explicación lógica. En la parte interior del canal habían restos de varios cadáveres de varones, los cuales, estaban siendo devorados por los cuervos. Mas sin embargo, cuando pudo apartar la mirada de aquel amasijo de carne y huesos mojados y putrefactos, se quedó estupefacta al contemplar cientos de dibujos, como los que la viuda pintaba a diario en el psiquiátrico, clavados con chinchetas sobre aquellas antiguas paredes de madera.
Es más, Pepe: cuando la enfermera se repuso, salió despavorida de allí en dirección a la pequeña aldea. Acudió a la casa de la señora que le había desaconsejado acercarse hasta esa maldita edificación y le contó todo lo sucedido. Esta llamó a varias casas vecinas y rápidamente acudieron hasta allí varios hombres y mujeres con la intención de ir hasta el aserradero mientras llegaban las autoridades.
Cuando todo el grupo llegó al aserradero allí no había absolutamente nada de lo que describió la enfermera, tan sólo un enorme alce hinchado y pestilente que debía de llevar al menos un par de semanas muerto, ante cuya visión, la pobre mujer, cayó al suelo desmayada.
Me contó que, tras lo ocurrido, había decidido tomarse unas vacaciones en la costa alicantina. Se alojaba en la habitación doscientos dos. Lo recuerdo porque la mía era la trescientos dos y los dos subimos en el ascensor y nos reímos por esa coincidencia -me contó Artur.
-¿Sabes que te digo, amigo? Que estoy harto de tanta coincidencia -le repliqué.
-Es todo tan extraño, Pepe -me comentó mi compañero.
-Por cierto, debías haberle dicho a la enfermera que podíamos ir juntos al aeropuerto, seguro que vamos en el mismo vuelo -le dije a Artur.
-Tal vez esté aún en su habitación. Voy a llamar a su cuarto y así os vais juntos. Yo no salgo para Varsovia hasta más tarde -comentó el polaco.
Artur se fue hacia la recepción e hizo uso del teléfono que allí tenían para llamar a la habitación doscientos dos. Llamó y llamó varias veces, pero nada. Lo ví acercarse a la recepcionista y hablar algo en uno de los seis idiomas que domina con soltura. La chica pareció buscar en la pantalla del ordenador. Buscaba algo pero parecía no encontrar nada. Luego la chica llamó por teléfono. Vi a Artur llevarse las manos a la cabeza y venir hacia mí como si le hubieran dado la peor noticia de su vida. Pero no. Nada de eso.
-¡No te la vas a creer, Pepe! -me dijo Artur visiblemente afectado.
-A estas alturas de la película, yo ya me creo cualquier cosa -le aclaré.
-Dice la recepcionista que en la habitación doscientos dos no se ha alojado nadie esta noche. Le he pedido que lo comprobará. Le he pedido que llamara a su compañera del turno de noche por si, por una u otra razón, no hubiesen registrado debidamente a la señora. Tampoco. Es más, me ha dicho que la habitación está en obras ya que se rajó la bañera y la están cambiando. ¿Qué me dices, Pepe? ¿Tienes o no tienes historia para tu relato sueco?

José Fernández Belmonte

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Un comentario:

  1. Un gran relato donde se mezcla la imaginación con el misterio, sin duda ha sido un relato de mucha emoción y suspenso, felicidades Sr. Fernández, tus relatos son geniales.

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