Las pelirrojas. Por Betty Badaui

 

       LAS PELIRROJAS

 

Ser el hermano varón de dos pelirrojas tiene sus ventajas y sus desventajas: todos quieren ser tu amigo, pero después vas descubriendo cómo los muchachos se te acercan por interés.

Y mis hermanas acaparan ese interés masculino.

Ambas parecen salidas de una tapa de revista porno: Mirtha, con sus abundosos pechos desnudos libres como pájaros y siempre a la defensiva por los embates de la tribu (ella los llama la tribu). Y Lina, con sus largos blusones que disimulan sus melancólicos pezoncitos, siempre está dispuesta a hacer público el transparente color de sus tangas que sufren por el apretujamiento de sus celulíticos cachetes; ella insiste en hacernos creer que son «músculos bien trabajados».

Mis ansiosos cigarrillos me impulsan a imaginarlas en el futuro, un futuro no muy lejano, cuando cedan los elásticos naturales de Mirtha y ese par adiposo bambolee su desnudez o pierda su libertad entre sostenes dos números menos al de su realidad. ¿Y la pequeña Lina? Sus faldas crecerán como el poceado de sus nalgas que ahora nadie ve aunque yo los intuyo amenazando desde su escondite.

Los tres somos mellizos: primero asomó su cabeza Mirtha, ya desde el nacimiento quiso ser la primera en todo. Lina la siguió, resignada a ser la segunda. Y yo, el varón, el que tendría que dirigir el trío, nací último, cuando mi madre, cansada de pujar para que salieran esas gordinflonas mujercitas, se abandonó a su suerte, mejor dicho, me abandonó a mi suerte, que desde ese instante comenzó a restringírseme.

Las pelirrojasA los tres meses de haber nacido, las gordas pesaban cinco y cuatro ochocientos respectivamente; yo, además de ser lampiño, apenas llegaba a los tres kilos, que eran suficientes para el pediatra, pero no alcanzaban para satisfacer los maternales deseos de quien quería verme fuerte y robusto como las pelirrojas, que amenazaban con sus redondos brazos con cercenar mis derechos patriarcales.

En nuestra desproporcionada infancia abundaron los juguetes por un irresistible deseo de amigos y parientes de colmar a mis hermanas de muñecas tan gordas y rosadas como ellas; yo no era lo suficientemente atractivo como para que gastasen su dinero en obsequiarme, pero igual les sonreía desde mi altura apoyada en flacos pantalones cortos.

Recuerdo vagamente cuando teníamos cinco o seis años y las amigas de mamá se entontecían cuando mencionaban los «pechos de señoritita» de Mirtha. Aunque más bobas eran cuando decían que querían morder esos «dulces cachetitos», y Lina salía corriendo con sus calzones sucios moviéndose de uno a otro costado.

Pero quizás lo más ininteligible para mí haya sido ver cómo mamá besaba una y otra vez los pies de las gordas, parecidos a la levadura por su inflamiento en los días calurosos. Y encima con ese olor particular a zapatillas torturadas.

Fuimos a escuela mixta donde nada varió: las pelirrojas fueron famosas y abanderadas. Todos las llamaban «las pelirrojas» o «las mellizas», ignorando con alevosía que yo había nacido el mismo día, mes y año que ellas. Aunque último.

En la secundaria me rebelé, abandonando en el tercer curso el odioso establecimiento para trabajar sin sombras rojizas.

Mirtha y Lina siguieron una competición que Mirtha encabezaba con sus llamativos escotes, aunque Lina, pequeña Lina, aun siendo la segunda, no lo pasaba tan mal.

El advenimiento de Daniel a nuestra casa no modificó la vida de mis hermanas. Él se torturaba mirando escotes y tangas. Los escotes ganaron. Después fue un espectáculo diario el de Daniel y Mirtha besuqueándose con las afiebradas manos de él buscando enloquecidas, y las no menos afiebradas de ella cacheteándolo con una sádica y masoquista coquetería que manejaba sutilmente.

Todos observábamos con el pensamiento sucio y ellos se dejaban mirar.

El domingo les costó convencerme para que fuera yo también a la playa, no tenía ganas pero la mayoría se impuso.

Cuando el calor me agobia busco la soledad y ese día eché a caminar; mientras me alejaba miraba sin ver aunque igual choqué con las figuras de ellos. Daniel necesitaba gaseosas, eso dijo mientras aún permanecía en la playa, y Lina estaba harta de tanto sol.

Ahora se hallaban ahí, las afiebradas manos de él buscando afanosamente y las no menos afiebradas manos de ella cacheteando, sádicas y masoquistas, en un conocido juego que yo ya había presenciado.

Mientras acomodo mis pocas pilchas en este monoambiente, no puedo apartar de mi pensamiento las afiebradas manos de Daniel y su mirada. Tristeza. Y su mirada, tristeza mía.

Betty Badaui 2013

 

 

 

 

 

Betty Badaui

Rosario – Argentina


 

Un comentario:

  1. Gracias, Canal-Literatura.
    Por la difusión y por diagramar gratamente la palabra, me encantó la imagen de las pelirrojas.
    Voy a seguir leyendo y dejo mi saludo
    Betty

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