Esa mañana, Ágata no vino a despertarme como lo hacía a diario: a las 5:00 am. Siempre se trepaba en la cama y maullaba mientras, con sus garritas, intentaba descobijarme. Su ritual inexorable tenía el propósito de arrancarme del sueño a fin de que la acompañara al baño y le abriera el grifo del lavabo, que lengüeteaba hasta saciarse; yo volvía a acostarme y ella me dejaba en paz, pero entonces comenzaba el escándalo de los pájaros en los árboles de la calle inmediata a mi recámara; era imposible volver a dormir al oírlos chirriar, por lo que esperaba con la almohada sobre la cabeza a que sonara mi despertador, a las 6:30, y me alistaba. Aquel amanecer no fue así.
Dormí sin interrupciones. El despertador sonó y me extrañó no encontrar a mi gata encima de mí. Creí que estaría en la zotehuela, ocupada en cubrir con arena sus apuros matinales o apoltronada por ahí. Me desperecé y, casi de manera autómata, me di una ducha. Antes de preparar el desayuno decidí dar unas croquetas a mi mascota. La llamé infructuosamente. La busqué y no pude hallarla. Mi apartamento es cerrado y muy pequeño, apenas con un patio interno no mayor a 10 metros cuadrados, techado con acrílico traslúcido y una ventila que funciona mejor de adorno. Apenas una rendija de pocos centímetros dejaba pasar agua cuando llovía y por allí no cabía la gorda Ágata.
Aun así, salí a buscarla al patio común de la vecindad, subí a la azotea y allí encontré a una de mis vecinas, la guapa, quien no me saludó; no obstante, me preguntó si no había visto a su gato (yo no sabía que tuviera uno); le respondí con una negación y me pareció que la oportunidad que tanto había aguardado para hablarle había llegado en mal momento, porque el encuentro fue efímero y desinteresado: ambos estábamos desesperados por encontrar a nuestros animales. Ya habrá ocasión, pensé.
En verdad me pareció un misterio no hallar a mi gata en ningún rincón. Revisé sin resultados todas las posibles salidas: pregunté a otros vecinos, salí a la calle y nada. Me largué a la oficina, desconsolado, sospechando de forma estúpida que alguien había entrado a casa durante la noche y se la había llevado, alguien que debía odiarme mucho.
Durante el día no di pie con bola y cuando Laura, una becaria estrambótica, me sorprendió haciendo un cartelito con la foto de mi Ágata y un ofrecimiento de recompensa, me dijo que también sus cinco gatos se habían esfumado. Eso no podía ser una casualidad. Empecé a preguntar a otros acerca de sus mininos y la historia se repitió: nadie los había vuelto a ver. Pensamos, primero, que un escuadrón de la muerte, integrado por malditos, se había dado a la tarea de limpiar la urbe de los felinos, pero, ¿había podido actuar desapercibidamente? Era imposible.
Pronto el hecho cobró una relevancia que nadie se hubiera imaginado: la desaparición de los gatos se volvió el tema principal de los noticiarios. Decenas de personas daban testimonios diversos: que habían sido platillos voladores los que se habían llevado a los bichos, que una banda de chinos quería comerciar con los órganos y debido a ello los estaban robando, que alguien había visto cómo aquellos se convertían en pájaros y huían de la Tierra; hasta hubo uno que juraba haber presenciado, a cierta hora del amanecer, una larga fila de gatos con rumbo al norte, hipnotizados por algo o alguien, acaso un flautista inspirado en el de Hamelín. Intuí que, desde ese momento, la vida no sería igual. Y no me equivoqué.
Al día siguiente, mi despertador sonó, como siempre, a las 6:30 am, sin embargo los pájaros ya no cantaron.
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José Luis Enciso