Normas de lluvia. Por Dorotea Fulde Benke

lluvia

Cuando miré al suelo, vi mis pies apuntando hacia la orilla del charco. En un plano invisible se colaba agua por la punta de mis botas y sentía la humedad trepar por dentro. Un involuntario gesto de fuga disolvió el espejo en borrosos círculos que abandonaron mi nave encalada como ratas ante un naufragio, rompiendo sobre la playa de asfalto en un intento de comerse unos milímetros más de carretera. Encima de mis rodillas vislumbré un bulto desenfocado de muslos, vientre, pechos… convulso todo, y alterada su estructura molecular habitual debido al tembleque del líquido. Finalmente localicé mi cabeza que –empequeñecida por la perspectiva– bailaba encima de mis hombros.

Desde lo alto descendía la manta gris de las nubes regadera que en ese instante se volvieron a rajar. Comenzaba a pesarme el cabello que recogía las gotas, las repartía, dejaba correr y sujetaba en los extremos de cada pelo para que no se cayeran. La lluvia entraba a chorros por mi cuello, se colaba a lo largo de la espalda siguiendo caminos irregulares; sus fríos tentáculos palpaban mi piel haciéndome respirar a fondo, suspirar y ladear la cabeza en busca de apoyo.

No ocurrió nada y era lógico puesto que nadie te viene a socorrer en medio de un charco bajo un aguacero y con el tejadillo de la parada de autobuses a cuatro pasos. Y todo por culpa suya, por insistir en que llevara paraguas –ese que estaba en el banco de la parada–, y sugerir que debería cortarme el pelo antes de acudir al cumpleaños de su madre. Ahora hasta la lluvia olía a la laca de jazmín podrido de la peluquería. Volví a escrutar las nubes que se reflejaban en el suelo mojado: su oscuridad luchaba por mantener a raya las farolas que extendían entre árboles sin hojas una intermitente telaraña luminosa.

Un coche pasó tan cerca que rozó mi ventanuco al cielo. Noté como me salpicaba la absurda falda de cincuentona que me había puesto para no dar la nota con mis vaqueros entre medias de seda y pantys reductores. ¡Otra razón para quitármela! Estuve en ello cuando el coche regresó dando marcha atrás.

Sus manos cálidas cubrieron mis dedos tumefactos que todavía no habían vencido la cremallera. Ante mi temblor, se quitó la chaqueta para ponerla sobre mis hombros mientras nos fuimos al coche. Incluso olvidó recoger el paraguas del banco de la parada. Aquella tarde, su madre y las tías esperaron en vano; ya no salimos de casa.

Dorotea Fulde Benke

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