Un poco de mi historia
A los seis años decidí que quería ser escritora para fabricar una revolución de pensamiento. Un buen día me levanté de la cama, encendí la televisión y vi la barbarie que estaban haciendo con los niños: nos ponían programas con finales que podían ser más extraordinarios, como queriendo decir que ninguno de nosotros se daría cuenta.
Recuerdo que mi primera historia la escribí como protesta contra el final de un episodio de mi caricatura favorita cuando, estando consciente del gran paso hacia «la gran rebelión de los niños» que estaba dando, agarré lápiz y papel y le escribí un final «más adecuado» al capítulo. Así es, de alguna manera yo empecé en esto escribiendo el género que ahora no tolero, «el Fanfic» al que hoy no escribo ni en broma aunque respeto a los que lo hacen porque entiendo que es un acto de inconformidad con el final de una trama o de insaciable deseo porque ésta no se acabe, y para ambas cosas se necesita una valentía de aquellas porque no es fácil meter tu cuchara en una obra ajena, hacerla de cierto modo tuya y no saber si el autor de la obra base va a amarte u odiarte por el resultado.
En este punto de mi vida, cuando no soy ni principiante ni experta en esto de escribir, no volvería a redactar un fanfic por culpa de los amargos recuerdos que me traería el hacerlo. Mi primer escrito fue un fracaso, un rotundo fracaso que en su momento me supo a gloria porque a los seis años para mí significaba primero haber terminado algo y luego que ese algo sirviera para expresar mi descontento y hacerme notar (y respetar, sobre todo eso). Pero cuando en la adolescencia me encontré mi «ópera prima» arrumbada en cajón casi me infarto al leerla: no había coherencia en nada y mi ortografía no era horrible, era lo que le sigue a eso; por eso digo que fue un fracaso a la larga, aunque tampoco es que le podamos pedir a una niña de seis que escriba como Wilde.
Con el tiempo se me fue haciendo costumbre eso de escribir para decir «no estoy de acuerdo con esto» y descubrí que la misma protesta que podía hacer con programas la podía hacer con la vida real y si mis padres se negaban a comprarme tal cosa o a llevarme a tal lugar yo escribía una historia sobre lo felices que seríamos todos si tuviera eso que me negaban. La infancia se me fue entre mis libros de la escuela (porque en ese entonces no leía tanto por gusto) y mis cuadernos con historias.
En la pubertad me ocurrió un milagro: conocí la poesía. Fue por culpa de una compañera de secundaria y en la clase de inglés. Los primeros días la profesora nos pidió presentarnos diciendo qué era lo que más nos gustaba hacer y ella dijo que su pasatiempo era transcribir las letras de las canciones famosas. A los pocos días ya lo estaba haciendo también.
Las canciones me llevaron a escribir mis primeros poemas y a darme cuenta que estos no me gustaban; sin embargo, no dejé de escribir e hice una novela y además comenzó mi adicción a la lectura, sobre todo de biografías de escritores famosos cuyas vidas parecían telenovelas con capítulos y/o finales infelices, hasta que de plano dije «esto no es lo mío» y, cometiendo el peor error de mi vida hasta ahora, me metí a estudiar odontología.
En la facultad, yo era una estudiante con más deseos de publicar una novela que de tener pacientes y llegó un momento en que eso fue tan notorio e incontenible que terminé dejando la universidad y cambiando de carrera.
El cambio fue para bien, empecé a estudiar literatura y aunque mi familia, en el fondo, puso el grito en el cielo por aquello de «morirás de hambre», yo era sin duda más feliz (y tenía mejor promedio); pero había algo jodiéndome sin descanso, era esa voz interior y chillona que me decía: acuérdate de lo que has leído, esta carrera a veces te hace pasar por la miseria o la desdicha o a veces te vuelve millonario y memorable. ¡¿Qué no hubiera dado yo por un sólo día sin temerle al incierto porvenir del escritor?!, porque eso de no tener la certeza de que triunfaría o fracasaría no sólo era incómodo sino desgastante, me hacía imaginar mi futuro de mil formas que iban desde dormir bajo un puente hasta dormir en una mansión intentando adivinar cuál me tocaría y diciéndome que a juzgar por cómo escribía entonces estaba más encaminada a cualquiera que tuviera relación con la desgracia. Hubo ocasiones en las que incluso juré escuchar a mi madre diciendo «te lo advertimos».
Pero además del amor y la vocación yo tenía una obsesión con mi licenciatura: quería terminar con la creencia de que estudiar letras es condenarte a ser pobre, alcohólico, desempleado, vagabundo o demente. No sé qué clase de fuerza en mí interior hacía que estuviera convencida de que si otros perecieron en el intento yo saldría de ahí como la selección mexicana en los juegos olímpicos de Londres 2012: campeona, sorprendiendo a los que no creían en mí.
Los primeros meses casi me destruyeron esa ilusión, de buenas a primeras me percaté de que no podía hacerlo tan fácil. Siempre me supe ese rollo de que uno no se hace buen escritor por arte de magia sino por práctica; pero ilusamente mantenía la esperanza de que si bien la profesión es complicada encontrar dónde ejercerla no lo fuera. Incluso me decía que aquí en México, por desgracia, no hay un interés hacia los libros como hacia el fútbol o el boxeo y las telenovelas y si casi a nadie le gusta leer a casi nadie le debería gustar escribir; más me equivoqué al suponerlo porque los mexicanos, no conformes con que cualquiera entre a la televisión, dejamos que cualquiera se crea escritor. Cabe resaltar que cuando digo esto me refiero en específico a las personas que creen que para escribir no es necesario conocer de técnicas o no se requiere más que ser conocido, y como decimos aquí «al que le quede el saco, que se lo ponga».
Hay más competencia de la que esperaba y cuando me enteré se me ocurrió una de las mejores ideas que he tenido. El haber nacido en una generación donde la tecnología ha invadido hasta los pensamientos sería un punto a mi favor y el que esa generación esté conformada por algunas personas cada vez más emprendedoras también lo sería; por eso, decidí que no iba a esperar a terminar la carrera para hacer mis pininos en la industria editorial. Un poco de mi historia
No niego que también tuve suerte porque mientras yo cursaba el segundo año en la universidad me apareció como caído del cielo el proyecto que esperaba: un círculo de lectura con una editorial que además me daba la oportunidad de trabajar y publicar con ellos; pero tal hecho no significa que por la suerte me haya quedado como titular del proyecto, porque lo que me ayudó fue saber usar Internet para difundir.
A raíz del círculo de lectura han venido a mí cosas interesantes como mis primeros cuentos en antologías y que editoriales de otros países me busquen; sin embargo, lo mejor ha sido los lectores y los colegas que he conocido. La primera vez que alguien me dijo que me leía fue la misma primera vez que pensé que absolutamente todo lo que he tenido que pasar valió la pena.
Chalico