En literatura no existen los subgéneros. Ese rótulo denigrante o conmiserativo se lo inventaron media docena de analistas que sólo alcanzaban el éxtasis intelectual desayunando capítulos del Ulises de Joyce, comiendo chuletones de Ernst Jünger y cenando en compañía de Ezra Pound. Pero esa taxonomía mentecata y falaz se encuentra con un serio problema cuando el lector descubre una obra que, sustentándose en esos «subgéneros», los enriquece, los supera y los inutiliza. Romeo y Julieta podría ser etiquetado de libro rosa; Drácula, simplemente como novela de terror; y Fahrenheit 451 tan sólo como un texto de ciencia ficción. ¿Alguien se atreve a propalar tamaña sandez? ¿A que no? ¿A que en ese instante nos damos cuenta de la bobada?
Con la literatura juvenil ocurre algo parecido. Siempre hay profesores y críticos que, a lomos de una flagrante soberbia, lo ven como algo menor, descafeinado o insustancial. Y jamás se toman la molestia de comprobar si existen excepciones a su dicterio.
Bien, pues esos miopes intelectuales deberían leerse libros tan espléndidos como Cordeluna, donde se nos cuenta una maravillosa historia que se inició en el siglo XI y que culmina en el XXI. Un guerrero de diecisiete años que acompaña al Cid, Sancho Ramírez, recibe de su padre una increíble espada mágica llamada Cordeluna y, poco después, descubre a Guiomar, la joven y bellísima condesa de Peñalba. Pero el amor que aflora entre ambos no será fácil: de un lado, los amenaza la baja posición social de Sancho; del otro, la perfidia de doña Brianda, madrastra de Guiomar, que también desea a Sancho y anhela obstaculizar su relación con ella. En esa historia aparecen nigromantes, bebés sacrificados ante el Maligno, mujeres emparedadas, hombres que se ahorcan, combates sanguinarios… Y, sobre todo, una maldición. Una maldición en la que el Bien y el Mal pugnan entre sí. Una maldición milenaria que se tendrá que resolver, con final sorprendente, entre los chicos que ensayan, en un monasterio de Burgos, una obra ambientada en la Edad Media.
Elia Barceló, que ya había obtenido antes el premio Edebé por su obra El caso del artista cruel, ha sabido elaborar una pieza novelesca de gran valor, llena de informaciones históricas y psicológicas. Y, sobre todo, construida con talento y con sagacidad, dosificando las situaciones de intriga, dibujando con lentitud a los personajes y alternando presente y pasado en las dosis justas.
¿Una gran novela juvenil? Por supuesto. Pero Cordeluna avanza más allá y es, simplemente, una gran novela. Sin más adjetivos. Sin más subgéneros. Una pieza soberbia y digna de admiración.
Rubén Castillo