Todos conocemos la historia de la Bella Durmiente, aquella doncella que cayó víctima del sortilegio de una malvada bruja y que se mantuvo presa del sueño durante un siglo, hasta que un príncipe azul vino a rescatarla. Pero, como en la mayor parte de los cuentos que nos narraron o leímos en la niñez, su aventura concluía de un modo convencional y abrupto: el liberador se la llevaba y, aparentemente, se unían en matrimonio.
Ana María Matute, habituada a no conformarse con las explicaciones simples, juguetona y díscola, se plantea en esta novela cómo pudo terminar realmente la aventura de sus protagonistas. Primero, los hace regresar hacia las tierras del Príncipe Azul (tan lejanas que, por el camino, la Bella Durmiente se queda embarazada y cumple buena parte de la gestación); luego, los coloca ante la madre del joven heredero, una mujer vegetariana y de gesto hosco llamada Selva, que los aloja mientras el padre, que se encuentra batallando contra su enemigo Zozobrino, retorna al reino; y finalmente se quedará con su nuera y sus dos nietos (Aurora y Día) mientras el Príncipe Azul se marcha al combate para continuar la aventura guerrera de su progenitor, que quedó inconclusa a la muerte de éste… Lo que nadie sospecha es que la reina Selva es, en realidad, una ogresa que siente inclinación por la carne humana y que, tras muchos años de abstinencia, decide resarcirse comiéndose a Aurora, Día y la Bella Durmiente, desamparados por la ausencia del Príncipe Azul.
Estamos, pues, ante una obra confeccionada con mimbres muy poco originales, tomados en su integridad de la tradición fabulística europea (la suegra perversa, los protagonistas candorosos, el castillo opresor, el príncipe alejado, el ayudante arrepentido), pero escrita con la brillantez que siempre exhibió Ana María Matute. Lectura refrescante para el verano.
Rubén Castillo