JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
Mineral y luz
Rialp, Madrid, 2017, 48pp., 9€
Vivimos en la complejidad, en el ruido, en las pantallas, en la saturación. Parece que lo sencillo nos huye. Por eso a veces nos sorprenden tanto las cosas sencillas, como si volviéramos a descubrir que existen. Eso nos pasa con Mineral y luz, el libro con que José Antonio Fernández Sánchez (Terrassa, 1963) ha ganado el premio Alegría. Habla de nuestra relación con la naturaleza, con lo que podemos tocar y ver. Se limita a describirlo. A veces solo a dar fe, como en «El muerto», donde comparte lo que siente estando bocabajo en el agua dejándose estar:«Estaba muerto, sí -pero no muerto / en el sentido estricto del vocablo: / solo sin vida- expuesto al mar inmenso». Es un poeta notario, señala las sensaciones que le deja un chaparrón contemplado desde el balcón de casa: «Agua purificadora». O describe, con ecos de Claudio Rodríguez, la luz del mediodía cuando entra y se mezcla con las cosas con algo de catarata: «Es como si viniera despeñada / de tanta brusquedad. Es su manera». Sale a dar un paseo por el campo y lo resume en cuatro pinceladas: «Resumen de un paseo por el campo». Es tan transparente en sus observaciones que a veces echamos de menos un remate con algo de pimienta, una espina que se nos clave al leerlo. Sin embargo, también hay pasajes primorosos como las sensaciones que tuvo con el primer amor, un amor imposible, con el que empezó a entender lo que significaba ese sentimiento: «Que aquella incomprensible sensación, / como un lleno vaciándome / o un vacío que acaba desbordado, / sería eterna como el sol de ahora». En ocasiones, José Antonio Fernández sigue la estela de otros poetas, como Antonio Cabrera o Miguel Velasco, que toman un objeto, lo sostienen en la mano y se dejan inspirar por lo que les dice a través del tacto. Así con una corteza. Pero no le importa mostrar sus influencias, ni siquiera nombrarlas; en «Cuánta verdad», rinde homenaje, de lector emocionado, a los versos de Eloy Sánchez Rosillo que le inspiran: «Hay después del poema un gran silencio, / pero no de final, de algo que acaba, / sino un silencio vivo, / como de bosque o templo».
Arturo Tendero