La danza de los espejos enfrentados
Pocas cosas hay tan antiguas como intentar ahogar las penas en un vaso de güisqui, pocas tan habituales como refugiarse entre las paredes de un bar y trabar con sus habitantes esa relación de intimidad apropiada para la confesión de cuitas y el encuentro con uno mismo. Aunque el Drop que traza Gregorio Verdugo en La danza de los espejos enfrentados es algo más que ese lugar claustrofóbico y engañoso en que el azogue convierte los espacios, en que el encierro transforma el tiempo y lo ancla a un presente desesperanzado y tenaz. Por él deambula una clientela compuesta por seres peculiares, la mayoría estrambóticos, quizás anacrónicos (como extraídos del Callejón del Gato de Luces de bohemia), muchos ejemplares marginales a medio camino de la prostitución o el hampa, desde el comisario Garzón, de quien nadie podría sospechar su intervención en uno de los días más importantes de nuestra historia contemporánea, hasta Dolores Heredia, quien, como buena echadora de cartas, va vislumbrando el aciago futuro de algunos de sus protagonistas.
Novela, pues, coral en la que nada pasa, sino la vida con todos sus sinsabores, escrita con un lenguaje exquisito y con algunas concesiones al realismo mágico, posiblemente propiciado por el mundo hipnótico y particular, aislado del exterior y más volcado en los propios fantasmas (que, de hecho, hacen acto de presencia en la vida de alguno lanzando mensajes con aerosol desde el más allá y nos hacen sospechar que, en realidad, todos los que deambulan por estas páginas de algún modo lo son, simples espectros de sí mismos) que en el barrio periférico donde lo fundara un medio bandolero emigrado al sur, asistimos a devaneos y frustraciones, al desfile de mujeres arrebatadoras y fatales, al baile desesperado de hombres enloquecidos por el desamor, e incluso a las historias de algunos de sus miembros fuera de aquel ámbito, quienes, al viajar, como Lucía, hechizada por las palabras de un personaje salido de Las mil y una noches, no consiguen desprenderse del halo fatal de los espejos de los que quizás huían, de los que quizás todos huimos.
La soledad, la ternura, el compañerismo, la locura, el recuerdo, el desengaño, el fracaso…, ese tropel de sentimientos tan humano y universal se da cita entre los muros oscuros presididos siempre por la música, donde a los clientes que marchan de un modo u otro (la muerte es una forma de marcharse, y también pende continuamente sobre ellos, desde aquella primera con que se inicia el libro en el parque de pinos vecino y que se resolverá repentinamente hasta la de la casi madre Cándida, abierta en dos como una sandía, o la del mismo comisario en la tarde de Nochebuena) los sustituyen otros en un contínuum de seres perdidos y desengañados, quizás malditos y condenados como todo el que se enfrenta a los espejos del Drop y, por ende, a la tragedia.
Y también, como un personaje más, el hilo poético que los une, plagado de imágenes que desembocan, como en Cien años de soledad, en un diluvio que abre nuevas oportunidades, quizás a quien escribe este libro a crear otras vidas, a recrearlas, a hacerlas realidad, a introducirlas en la historia, que no es otra la función verdadera de la ficción, pues, «como usted bien sabe, lo que no está escrito no figura en el mundo de los vivos».
Elena Marqués
Gregorio Verdugo González-Serna (Sevilla, 1957) es licenciado en Periodismo y diplomado en Educación General Básica por la Universidad de Sevilla. Sus artículos, reportajes y pequeños relatos han aparecido en diferentes diarios, tanto locales como nacionales. En 2014 publicó con ediciones Pura Tinta el libro de relatos Cuentos de una guerra lejana. En la actualidad compagina su actividad periodística con la creación literaria.