El destino, marcado por el azar o la casualidad, se abalanza sobre nuestras vidas de una forma tan caprichosa como irracional, tan onírica como lírica. Expresiones, todas ellas, que definen la verdadera impostura de nuestra existencia. Un simple movimiento de una carta y hubiésemos sido otros; un simple gesto del destino y nuestro nombre y nuestra filiación serían distintos, como distinto podría ser el color de nuestra piel. En este sentido, el lenguaje gestual que emplea al inicio de la obra Iván Oriola es muy significativo, como significativa es también la introducción que la propia Irina Kouberskaya hace a la adaptación del cuento de Vladimir Nabokov Cuento de hadas, pues con ella nos manda uno de esos mensajes universales que solo poseen las grandes obras de arte: lo efímero y caprichoso de nuestra existencia. En un mundo mecanizado, en el que la tecnología nos delinea y nos sistematiza la vida, la directora rusa, cual reina consorte de la otra vida, nos advierte de lo equivocados que son esos postulados: oscuros y ponzoñosos como solo lo pueden ser la barbarie y la destrucción, cabría añadir. Todo es un sueño, nos dice Irina, un sueño que nos lleva hasta el éxtasis de la fantasía; una fantasía que se adorna de la música de películas antiguas e imágenes que se cuelan en el escenario en una especie de nodo testimonial del ser humano. Envoltorio mágico el que persigue a las obras de la Sala Tribueñe, y que le proporcionan ese plus de arte total, pues ese arte dentro del arte es el mejor testigo de las múltiples posibilidades del teatro en la actualidad. Montajes arriesgados que, sin embargo, siempre convencen, pues apabullan a nuestro subconsciente de imágenes que nos obligan a volver a ellas una y otra vez de una forma irreflexiva. No obstante, ese es solo el papel con el que está envuelto el armazón de esta obra, genial por momentos, irónica y sarcástica en otros, y que pone de manifiesto la gran capacidad creadora e imaginativa de una Irina Kouberskaya poseída por la mágica fuerza de los sueños. En este sentido, el universo onírico y poético que la directora rusa es capaz de plasmar a la hora de imaginar una obra, en este caso, alcanza cotas altas, muy altas, pues esta vez en su afán de divertirse y soltar los cabos de sus anteriores montajes dramáticos nos envuelve como solo lo hacen las hadas en un delirante y mágico espectáculo de magia, entendida esta como un teatro del mundo donde la vida, el amor y la fantasía se convierten en la fuerza que mueven a un universo único, por lo esencial que resulta, y necesario, por la autenticidad con la que se nos revela. Es verdad, Erwin es de esos personajes que se quedan dentro de uno para ayudarle a entender la vida de otra manera.
La mirada de Eros es un juego en el que Irina Kouberskaya nos propone viajar por la otra vida: la de los sueños. Y, en ese viaje, asistimos a una parte de las grandes verdades que modelan nuestras vidas. El azar presente en el inicio de la obra, por ejemplo, es seguido de esa otra necesidad de convertir el arte en la vida misma, lo que ocurre en una escena donde lo visto —y, posteriormente, pintado o representado— se transforma en arte en tres dimensiones, arte de carne y hueso que también deviene en caprichoso deseo de un joven que, a diferencia de lo que ocurre en el relato de Nabokov, se expresa en tercera persona a través de una narrador omnisciente, como si el personaje fuese igual a una marioneta cuyos hilos son movidos por otra persona, lo que no le quita ni un ápice de autenticidad o acierto, pues nos pone de manifiesto esa última posibilidad de cambiar el mundo que todo artista posee a la hora de plasmar su arte.
Irina Kouberskaya necesitaba un compañero de viaje para hacer realidad ese sueño que, a buen seguro, un día le envolvió cuando leyó el relato de Nabokov, y lo ha encontrado. Pero no solo eso, pues cabe añadir que no podía haber encontrado un cómplice mejor para poner en pie todo aquello que solo existía en su cabeza. Iván Oriola está magistral en cada uno de los registros a los que se ve sometido a lo largo de la obra. Con una gran capacidad de mimo, interpreta a un Erwin caprichoso, como cuando nos dice: «se transformó en un pingüino que solo vuela en sueños», y que le sirve de palanca de fuerza para aliarse con ese caprichoso destino que se le presenta a su favor, y que le lleva a múltiples situaciones: cómicas unas, inesperadas otras, y a las que Iván responde con maestría; una grandísima interpretación llena de gestos y movimientos (no se pierdan, por favor, la subida y bajada de escaleras, por poner un ejemplo), de los que siempre sale victoriosa la destreza con la que los ejecuta. Envolvente, caprichoso o inocente, Erwin, perdón, Iván, avanza en una especie de carrera de obstáculos, siempre muy bien apoyado y ayudado por José Manuel Ramos, magnífico en ese soporte de Iván, pues, como una sombra que apenas se ve y no molesta, realiza un trabajo digno de encomio y alabanza. Este espectáculo de mimos, de sueños y cartón piedra tiene un no menos destacable trabajo de escenografía, pues el mismo está repleto de aciertos y efectos especiales tan sencillos como magistrales, para los que hay que echar mano de Eduardo Pérez de Carrera, para poner en valor un trabajo que en demasiadas ocasiones pasa desapercibido y que, en este caso, es soberbio por lo acertado del mismo (no se pierdan la escena de los instrumentos musicales: es sencillamente genial).
La mirada de Eros es como una de esas películas antiguas cargadas de lluvia, donde a cada palabra, a cada escena, nos va mojando ese universo de los sentidos que casi siempre permanece oculto, pero que cuando alguien le saca brillo es cuando de verdad llegamos a ser felices; felices como solo lo podemos ser a través del éxtasis de la fantasía. Es una obra maestra, sin duda. No se la pierdan.
Ángel Silvelo Gabriel