«Los días frágiles», de Philippe Besson. Por Rubén Castillo

Los días frágiles.

 

Sabemos muchas cosas de Arthur Rimbaud, pero quizá no sepamos la más importante: quién fue. La Historia de la Literatura nos ha informado de sus versos, de su extraña derivación vital (que lo hizo abandonar el mundo de la poesía para dedicarse a extraños comercios ilícitos en África, rodeado de desiertos, rufianes, sol abrasador y armas) y de su influjo sobre los escritores que vinieron después, que se empaparon con sus propuestas rompedoras. Pero nos sigue quedando sin abrir la almendra última, el núcleo, lo que podría llamar el «misterio Rimbaud»: qué ráfagas de fuego cruzaron su alma, qué tensiones inauditas lo zarandearon, qué vértigos lo alzaron y lo hicieron caer, consumido por la crueldad de la gangrena (le fue extirpada una pierna en sus últimos meses, postrándolo —a él, precisamente a él, el viajero compulsivo— en su cama familiar, que odió desde la adolescencia).

El novelista francés Philippe Besson ha visto ahora publicada en español, con el sello Alianza Editorial, su obra Los días frágiles (traducción de Manuel Talens). Y conviene decir desde el principio que es una propuesta interesantísima y de agradable lectura, porque nos presenta sus últimos seis meses de vida (de mayo a noviembre de 1891) narrados por su hermana Isabelle, que lo atiende con enorme solicitud en su lecho de enfermo. A través de las páginas de su diario, Isabelle nos va explicando cómo Arthur fue siempre un chico difícil, malhablado, provocador, cínico e iconoclasta; y cómo esa actitud provocó el distanciamiento con su madre, una mujer áspera, religiosa y propensa al silencio y la frialdad. Ahora, Isabelle debe comportarse como hermana, confidente, enfermera e incluso lectora, para distraer su larga postración. Curiosamente, Rimbaud, alejado para siempre de los vaivenes de la lírica, odia que ella le lea versos («Maldice cuando le propongo poesía. Me grita que se niega a escuchar semejantes pamplinas. La poesía lo exaspera, lo vuelve casi furioso. Supongo que al dar rienda suelta a una cólera así reacciona contra su pasado», p. 101).

Durante seis meses, Isabelle aguantará las iras y las confesiones de Arthur, escuchará sus lamentos, enjugará sus lágrimas, intentará menguar su ateísmo, le escuchará los mayores desgarros (como cuando le explica, entre las páginas 108 y 110, que todo lo que cuenta en su poema «El corazón torturado» ocurrió realmente: unos soldados lo violaron cuando tenía 16 años). Isabelle, estremecida pero fiel, sabe que debe dejar cumplida anotación de todo lo que su hermano le transmite («Este diario, en el fondo, sólo sirve para eso: para conservar la huella de lo que fue en el momento de dejar este mundo. Quiero ser honrada, no omitir nada, conservar sus palabras exactas», p. 172).

Amor, dulzura, laceraciones íntimas, recuerdos abruptos, desavenencias familiares, ajustes de cuentas, éxtasis vital. Todo cabe en este libro excelente que gustará a los aficionados a la buena literatura.

Rubén Castillo

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