Mark Strand, El monumento. Por Arturo Tendero

Mark Strand

MARK STRAND

El monumento
Traducción de Dámaso López García
Visor, Madrid, 2017

Mark Strand (1934-2014) quiso emular con un libro esos monumentos funerarios que han perdido los nombres de los homenajeados y son solo monumentos anónimos.

El resultado le salió tan ambiguo que apareció como un libro de prosa en 1978 y como un poemario en 1991. Si nos guiamos por la forma, contiene pocos poemas canónicos. Lo poético es la idea, el punto de partida, exactamente como suele suceder en el arte conceptual. Al fin y al cabo, Strand era también pintor. Quiso erigir un monumento que se borrase conforme se iba escribiendo: «poesía del borrado. Un tema que se anuncia mediante su desaparición». Para conseguirlo era preciso difuminar los datos: «Lo que incluyo sobre mí mismo es irreal, nos desvía». Strand comentó en una entrevista que en su poesía se refería a sí mismo solo en versión mitológica. En El monumento llevó el propósito hasta sus últimas consecuencias, cubriéndose con la arena de los desiertos mientras iba escribiendo: «Yo, tendrá que servir este pronombre, no he permitido que nada valioso o memorable sea parte de esta comunicación». Pero disolverse no es tan fácil. Había que dar un paso más. Mezcló los textos propios con citas ajenas de autores como Nietzsche, Shakespeare, Wordsworth o Unamuno, formando una especie de palimpsesto. Pero aún le parecía poca disolución. Un monumento han de interpretarlo los que lo ven, los que lo visitan «…apenas / visible mientras / pasa la noche / con su silenciosa carga / de lunas y estrellas».  Y el intérprete por antonomasia de un texto es el traductor. Strand se concentró en el traductor que lo estuviese leyendo, lo interpeló directamente: «¿En qué lengua vivo? En ninguna. Vivo en ti. Es tu voz la que comienzo a oír y no posee una lengua». Trató de facilitarle el trabajo: «Dime que mejorará, que parecerá mejor por no rendirme a lo que pasa por el estilo». Pero un monumento de palabras no es un monumento de piedra. El escritor y el traductor coinciden solo un instante en el tiempo. Después «cada uno se va por su camino, el uno sin el otro, nos vamos sin idea de la dirección, nos vamos porque tenemos que irnos». Queda el texto, inmortal, en manos del anonimato.

Arturo Tendero

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