Siempre he sido reacia a aceptar que un dibujo pueda ser un poema. El concepto de poesía visual me resultaba extraño, antinatural. Como hacer un tortilla sin huevo. Los poemas, por definición, debían contener palabras, pues esa era su herramienta, los ladrillos para construirle el frontispicio. Su contenido, es evidente, iría mucho más allá. Tener en las manos el libro Pessoas. 28 heterónimos esperando a Fernando Pessoa, publicado por Karima Editora, o, lo que es lo mismo, Sara Castelar, me ha hecho comprender y aceptar el concepto sin mayores problemas.
No podría decir si las imágenes poéticas y casi aladas de Ricardo Ranz que jalonan todo el texto y nos descubren los mundos paralelos o adyacentes del lisboeta son el hilo conductor, o lo son las frases del portugués universal que dan pie a los poemas de estos 28 nuevos heterónimos de Pessoa en que se convierten, por mor de su palabra y su visión del mundo, otros tantos escritores de España, Ecuador, Perú, México, Argentina y Cuba. Todo acaba por amalgamarse, sin confundirse, en una gran obra de fácil arquitectura y anchura de miras, pues «También», como nos recuerda Lola Almeyda, responsable de versos como «uno finge que es un fingidor /equilibrista desde el centro de la nube / hasta la cara oculta de la luna», «desde un cuarto piso abierto a la ciudad se puede soñar el infinito».
Prologado por Manuel Moya, que nos descubre un Pessoa menos desasosegado del que normalmente leemos, y con palabras preliminares de Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Santos Domínguez y Antonio Colinas, Pessoas es un libro donde las voces se levantan en homenaje al hombre que fue tantos hombres; que caminó buscando nuevos mundos, quizás más razonables que el que le tocó en suerte (y, por supuesto, más verdaderos); soñándolos, viajándolos («Tal vez estamos siempre huyendo o regresando» dice Laura Casielles); habitándolos para defenderse de la sensatez («Inhallable el hilo de cordura en la cornisa», reza el verso de Giovanni Collazos), del exilio perpetuo que es la vida.
¿Qué versos escoger de este gran poema de Pessoa en que el libro se ha convertido para mí? Difícil entre tanta pregunta directa («¿eras tú el animal sin brillo / que a solas repetía / su simulacro de esplendor?», me interroga Daniela Camacho; «¿Pierde el deseo su nombre cuando / existe? ¿Soy el mismo cuerpo cuando no lo observo?», cuestiona Ventura Camacho; «¿Juegan los osos con niños de peluche?», necesita saber David Eloy Rodríguez) y tanta apelación a mirar hacia dentro («excávate / -no eres única- / sólo tienes que mover los labios», «ordena» Paloma Corrales a la vez que Isabel de Rueda nos sabe «Torpes equilibristas / de un camino cuyas leyes se ignoran»); entre «esa luz / que en riesgo de lo oblicuo / se desloma / y se hace astillas» (Vera Eikon dixit) y «… esta náusea luminosa, cómo la verdad nos esquiva el rostro» que asalta a Laura Giordani; entre la poesía de Pessoa y la que de él emana y nos mira y nos invita, como nuevo Jesucristo, a tomar nuestra cruz de la palabra y seguirlo.
Así surgen reflexiones sobre la tarea poética como las de José María Gómez Valero («Este papel repleto de signos, / ¿no es en realidad aquel pájaro / insomne que planea / sobre el accidentado paisaje / de mi alma?») o Ana Gorría («¿Qué es esto? Te preguntas / mientras la tinta fluye / como si el golpe de la voz hiciera inundaciones»); o la de Antonio Medinilla («un árbol es verdadero / como una mentira / dos, igual / tres / hacen un bosque / así el libro») e Itziar Mínguez Arnaiz («te asomas al abismo / calculas la altura / la velocidad / y el impacto // después retrocedes / y empiezas a escribir / este poema»), aunque haga frío «… en el lugar / donde el lenguaje crece» (Tulia Guisado), pues «la enfermedad no es medir la estatura de la fiebre / sino la conciencia de la debilidad» (Chema Lagarón). Para María Luisa Mora Alameda, su «oficio es el amor, amor por casi todo lo que existe», aunque «»Vivimos de ficciones», quién lo duda, entre murallas que impone la realidad» (Geovannys Manso).
Y la reflexión sobre la poesía, para el poeta, no deja de ser reflexión sobre sí mismo («Soy cada día lo que voy dejando de ser cuando llega cada tarde», musita Antonio José Mialdea), o sobre su pasado («Estos son los padres vegetales. / Antes de todo lo que sucedimos», recuerda Iván Onia), o sobre lo que lo hace llorar («Con su mano desigual / trazas un signo, secas / el agua de su mejilla / y ya afuera es de noche», se compadece Luis Miguel Rabanal); sobre lo que existe fuera, donde «Solo reinan aquellos que carecen de conciencia de su propia ignorancia» (Javier Sánchez Menéndez), pues «El mundo es un solar desierto al sol» según define Rosario Troncoso.
«Desde un cuarto piso abierto a la ciudad se puede soñar el infinito», y desde un libro donde 29 poetas (sumo a Ricardo Ranz a la nómina) reflexionan no tanto sobre la poesía de Pessoa, sino sobre la Poesía, se puede ver el mar, asir la luna, estar solo, temer a un árbol, reflexionar ante una vela, emborracharse («Lisboa es otro vaso de aguardiente», nos recuerda Francisco Caro) y sentir que «el silencio es la única respuesta», como confirma Carla Badillo. Se puede ser plural como el universo; afirmar, con Mar Benegas, «la vida es una uva que hurga la inocencia»; «celebrar» con Alicia Martínez «el triunfo de la risa»; convertirse en un nuevo heterónimo de Fernando, afirmar con Martha Asunción Alonso que «No vamos a inventar la poesía»; pero seguro que, aunque ya está inventada, este libro la define y la redefine en tantos mundos heterónimos como hojas brotan en el sauce.
Elena Marqués
Me encantó la reseña Elena. Felicidades por hacernos ser otro u otros mientras la leemos.
Gracias, Ángel. Te lo recomiendo de verdad. Lo vas a disfrutar.