Turno de noche. Por Dorotea Fulde Benke

 

turno de noche

 

Turno de noche

   Era mi turno de noche, unas ocho horas interminables que se alargaban como chicles. A partir de las cinco de la madrugada apenas pasó  nadie por la recepción, salvo dos borrachos y luego una pareja tan enamorada que no esperaron con sus caricias ni a que se cerrase la puerta del ascensor.

   Al rato se volvió a encender la lucecita del ascensor que estaba en la planta siete e iba bajando. ¡Ojalá no se había puesto nadie malo! Cuando se abrió la puerta, se asomó una señora cuarentona en albornoz con el pelo revuelto y la cara roja decorada con manchones blancos de  crema hidratante.

   – Buenas noches, Señora, ¿en qué puedo ayudarle?

   -Es Usted muy joven. ¿Tiene algún compañero mayor? ¿O a falta de ello, una compañera?

   -En este turno no, lo siento. ¿De qué se trata?

   Se puso más roja todavía.

   -Es algo muy delicado.

   -¿Necesita un médico?

   -Tan delicado no es.

   Tragó saliva y se agarró al mostrador.

   -Hay ruidos en la habitación de al lado… ¿Cuántos años tiene Usted?

   -27.

   -¡Qué pocos! Y ¿el conserje?

   -Creo que 58…

   – ¡Bien!

   -…pero no está en este momento.

   -Ah… ¡Qué lástima! ¿Hay gobernanta? Seguro que es mayor que Usted…

   -Tiene 25 años. Lo sé porque es mi novia.

   -Les deseo toda la felicidad del mundo, pero no me serviría aunque estuviera… Y ¿el Director? Sé que vive en el hotel. Y no tiene menos de 50 años. ¿No celebraron hace una semana su fiesta de cumpleaños?

-Tiene Usted razón, pero no puedo llamarlo si no me dice de qué se trata.

   -Ya, pero a Usted no se lo puedo decir. Es tan escandaloso…

   Poco a poco me iba cansando del asunto. Además -como siempre a esas horas- se me estaban cerrando los ojos.

   -Vaya, chico, no se me duerma de pie. Quiero comunicarme con una persona de cierta edad.  ¿Cuántos años tiene el jefe de cocina? Y no me diga que no está porque me ha contado ayer que comienza a las cinco para preparar el desayuno.

   Esforzándome a mantener la postura, contesté:

   -Nuevamente tiene Usted razón, pero hace un rato ha llamado diciendo que se iba al mercado de frutas y verduras y que tardaría algo más.

   La señora me miró de arriba a abajo. Hizo un gesto de desagrado y dijo:

   -Pues véngase conmigo entonces.

   Coloqué sobre el mostrador el cartelito de «Vuelvo dentro de 5 minutos» y me fui detrás de la señora.

   En el ascensor mantuve cierta distancia. Nunca se sabe qué deseos despierta la noche.

   Efectivamente, ella se me acerco más de lo necesario. Me retiré al otro extremo de la cabina.

   – No le voy a comer.

   Se había puesto de un rojo encendido. A ver si le daba una apoplegia…

   En la séptima bajamos del ascensor y ella señaló con la mano la puerta del 706 al lado de la suya. Los ruidos eran inconfundibles: una pareja en plena faena, gritos y gruñidos, exclamaciones, jadeos…

   Noté que me ardían las mejillas. Ajusté la chaqueta de mi uniforme dándola un tirón y levanté la mano para llamar. Pero la señora se  adelantó sujetándome por la muñeca.

   -Y ¿si están… ya me entiende… desvestidos, en pelotas o como se llame?

   El sudor que corría por sus mejillas abría surcos en la crema hidratante.

   -Usted me ha venido a buscar porque le molestaba la situación. Hay que solucionarla.

   Y volví a levantar la mano para dar un toque a la puerta.

   -Y ¿si el caballero se enoja? Es más alto que Usted y puede darle una paliza.

   Noté que me estaba temblando la mano. Tal como me había contado a su llegada y de un modo algo grosero, el ‘caballero’ de la 706 dedicaba su tiempo a partes iguales a las máquinas del gimnasio y a su novia que era muy guapa y simpática.

   Al final no llegué a tocar la puerta. La señora que había bajado pretendiendo buscar ayuda abrió la puerta de la 707 -la suya-, me dió un fuerte empujón, y de pronto me encontré en medio de la penumbra de su habitación, mientras ella cerró y se quitó el albornoz. Debajo no llevaba nada salvo prisas, habilidades y ganas, muchas ganas…

   Eran casi las seis cuando quité el cartelito del mostrador, justo antes del cambio de turno, y por una vez no tuve ganas de conversar con el compañero que me relevó.

Dorotea Fulde Benke

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