Un café con la Muerte
Desde el primer instante que abrimos los ojos a la vida comenzamos a morir. La vida se va encargando de ir mostrándonos el camino en donde termina esperándonos siempre la hermana Muerte. Y en ese recorrido vamos aprendiendo a desprendernos de casi todo: personas y cosas que amamos, salud, vigor, capacidades… Es, por tanto, comprensible que haya tantas personas con las que es imposible hablar de la muerte sin que comiencen a huir mientras golpean su cabeza con los dedos índice y meñique en un intento desesperado, aunque inútil, de alejar un final incierto en el tiempo.
Hasta no hace tanto, los niños –sobre todo en los pueblos– convivían con la muerte de una manera natural: los cadáveres de los abuelos se velaban en la casa familiar, acompañaban en el entierro y se despedían de sus muertos desmitificando un poco el poder paralizante de la muerte. Sin embargo, no solo la hemos sacado de la vida, como si nada tuvieran que ver la una con la otra, sino que, en un desesperado intento de abolir cualquier ‘celebración’ honrosa sobre ella, como era el Día de Todos los Santos, la hemos sustituido por una celebración ajena a nuestra cultura en la cual los muertos no reposan en paz sino que regresan convertidos en zombis mamarrachos buscando caramelos.
Llegados a este punto, era de esperar que la Muerte se abriera, de nuevo, un lugar de respeto y cercanía en nuestras vidas. Y lo hizo invitando a tomarse un café con ella, donde el único requisito era que hubiera lo preciso para disfrutar de ese café: unas pastas y té o café que invitara a la tertulia. El primer café se organizó en 2004 en la ciudad suiza de Vissoie, con una idea promovida por el sociólogo Bernad Crettaz y tuvo una enorme aceptación y repercusión popular. Eran muchos quienes querían hablar de su experiencia con la muerte, de lo que sentían ante ella, expresar el dolor por haber perdido a un familiar, o fantasear sobre su funeral. La cosa era hablar de sus sentimientos ante una realidad con el cien por cien de logros. Y hablarlo con desconocidos casi que ayudaba a sincerarse más. Así, la tertulia con la Muerte emigró a París seis años después logrando también una gran aceptación. Y el londinense Jon Underwood, fascinado por el encuentro, le dio el impulso definitivo a este movimiento que ya se ha extendido por más de setenta países. Underwood pregonaba la idea de la fugacidad de la vida y la de tener presente que la muerte no se programa para cuando tengamos ochenta o noventa años, sino que puede sobrevenirnos en este mismo instante. Él hablaba de la importancia de vivir como si cada día fuera el último. Imagino que le vendrían muy bien esas ideas para su vida: la muerte se lo llevó con cuarenta y cuatro años.
Por mucho miedo que nos dé la palabra, y más la idea, lo único que nos iguala a todos los humanos es la certeza de la muerte. Y, aunque solo sea por amor a los nuestros, deberíamos dejar hablado ciertas cosas con respecto a lo que queremos una vez muertos. Es una forma de ponérselo fácil a la familia que ha de enfrentarse al dolor de nuestra pérdida. Al menos, que lo hagan con las ideas claras de qué nos hubiera gustado para nuestro funeral.
Al final, la Muerte triunfa de nuevo sobre esta sociedad hedonista que la ha orillado sin querer ver que los muertos que son recordados nunca se van de nuestra vida y de nuestro corazón. Que podemos seguir escuchando sus voces, sus risas, sus comentarios ante comportamientos nuestros como si siguieran vivos.
Siempre que visito un cementerio me viene a la mente una escena de la película ‘Ghost‘. En ella, la protagonista está modelando barro y su marido la abraza por detrás y hunde junto a ella también sus manos en el barro. Más que una imagen erótica me parece una visión telúrica, entrañable y cercana. Como si mi propia naturaleza reconociera en ese barro su origen.
Para los creyentes, resulta fácil traspasar esa puerta sabiendo que la esencia espiritual vuelve a su fuente. En cuanto al cuerpo… sí sería conveniente que dijésemos lo que nos gustaría, aunque luego les resulte imposible de cumplir a los familiares. A mí me gustaría que me quemaran, como en la India, a orillas de un río; y a falta de ello, ante el Charco del Zorro de mi pueblo. Y luego que enterraran mis cenizas a los pies de un frondoso árbol para mezclarme dulcemente con las raíces de las margaritas silvestres en primavera.
Ana Mª Tomás