Una madre luchadora.

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Una madre luchadora.

 

          La mirada es un lenguaje propio, con su gramática singular, su efecto comunicador. Nada nuevo afirmar esto, naturalmente. Pero sí es cierto que con los años, cuando uno tiene bagaje o acumula cierta experiencia, entonces aprende a leer los ojos de un ser humano, a interpretar, sólo lo que, por medio de silencios y claudicaciones inánimes, se acaba ocultando a los demás; ese don de descifrar apreciaciones biográficas a través de una mirada débil, una mirada soberbia, una mirada tímida, una mirada hipócrita y honesta, o una mirada humilde o apagada. Todo ello es un síntoma inequívoco sobre cómo vive una persona. O cuál es su estilo de vida. Lo que oculta, lo que se reserva, y lo que al fin transmite a su entorno.

          A razón de esto, doy con una mujer de unos cincuenta y tantos años, con el pelo teñido de castaño, pecas en el rostro, algo abolsado, más por su desdicha personal que por la edad, con los labios pintados de rojo y su mirada discordante, serena, casi de incertidumbre, y a la vez desangelada fruto de circunstancias adversas que parece arrastrar de tiempo. Tras esos ojos suyos se aguardan impotencias, amarguras y melancolías insistentes. Se llama Rosa, aunque su verdadero nombre es María del Rosario; y muy poca gente la conoce como tal, así que todo el mundo se dirige a ella por Rosa. Es madre de cuatro hijos, de los que sólo una hija de unos diez años vive con ella; los tres restantes se encuentran con su padre, quien, desde hace meses, tiene la custodia. El caso es que Rosa está obligada por sentencia judicial a pasarles la manutención. Habla muy poco con ellos, y tampoco el padre hace lo posible para estrechar contacto entre madre e hijos, ni ellos mismos quieren dirigirse a su madre, ni una llamada por teléfono. Sólo se da la ocasión de verse de tanto en tanto. Mientras la situación es ésta, Rosa no tiene trabajo estable; o cuando le sale algo de currelo lo hace en condiciones precarias, pues sólo se puede permitir currar temporalmente en campañas, por semanas o incluso días. Apenas le llega para pagar los recibos de luz ni para comer. Y ahora no está pasando por buenos momentos.

          Cuando hablo con Rosa, me cuenta que todo le es complicado, especialmente el hecho de no encontrar un trabajo. Ella pertenece —ignorados y desatendidos por la clase política— a ese colectivo vulnerable, y que, por razones de edad, son discriminados por el dichoso mercado laboral. No goza de recursos ni subsidio, por lo que no tiene más remedio que afrontar largas temporadas en desempleo, viviendo del amparo de un banco de alimentos. Pero para recibir algo de comida también debe soportar ciertas burocracias sin que los parroquianos del banco de alimentos atiendan a su petición. Total. Que entre una cosa y otra, Rosa arrastra mucha desesperación. Y bien sabe Dios lo que a una mujer en tales circunstancias se le puede pasar por la cabeza; o qué alternativas —en contraprestación carnal a solicitud de un fulano urdido en el sexo de pago—, ha de servirse para ganar un poco de dinero. Me cuenta que su hija pequeña tiene gran devoción por la hípica; una vez al mes la lleva a un club ecuestre con el fin de montar a caballo. La mensualidad le cuesta ochenta euros y para ello, de una forma u otra, hace lo que puede para que la niña no se quede sin su anhelo de caballar. Esto, que para algunas personas supondrá un mero capricho, en realidad es la satisfacción de una madre que ve a su hija feliz, y la gratificación que recibe ella de su madre por cuanto a momentos alegres tendrá en su infancia. Para un padre o una madre, debe resultar duro no poder proporcionarles a sus hijos un aliciente de diversión, de agrado placentero con el fin de llenar su vida de gratos recuerdos cuando, para un futuro lejano, forjen en su memoria lo que sus padres —una madre, en este caso— ha hecho en la medida de sus posibilidades para que su hija (la única que tiene a su cargo) pueda tener bonitos capítulos de su niñez.

          Además de todo esto, Rosa se esfuerza para que su hija y quienes la conocen no absorban sus amarguras personales. Me reconoce confidencialmente que evita llorar delante de su hija; que ésta la vea triste, porque no debe aguantar lo que su madre arrastra. A eso le llamo yo mantener la compostura: alguien que, por diversos motivos, gestiona su entereza emocional para no proyectar sus problemas con la gente que la rodea. Por añadidura, Rosa tiene el estigma social de mujer borracha que desahoga sus penas en el alcohol. Pero no es cierto; no bebe. Y no puede evitar avergonzarse, como si un delito cometiera, el día que acude a la puerta del banco de alimentos y permanece en la cola a expensas de recibir un paquete de legumbres, leche, algo de fruta y un pack de zumos; o sea, algo con lo que tirar para adelante. Quizás su situación no mejore mucho en los próximos meses a base de limosnas; pero, a pesar del esfuerzo por ponerse en manos de las administraciones, la cosa no da resultado. Aquí se demuestra la hipocresía de ese feminismo institucional, tan recalcitrante en boga de los políticos de turno y de los mercachifles del periodismo oportunista. Insuficiencia de medios, vulnerabilidad y prejuicios permanentes es a lo que Rosa se enfrenta cada día. Y mientras me fijo en sus ojos, aprecio —o me hago la idea, mejor dicho— lo mucho que acumula. Las fuerzas que sacará para no darlo todo por perdido. Tal vez sea la grandeza del instinto maternal, o su fortaleza psíquica en momentos hostiles, lo que hace de Rosa una mujer valiente.

          Por eso, cuando la miro a la cara, me da que pensar la cantidad de momentos en los que a solas consigo misma romperá a llorar, maldiciendo a los cuatro vientos sus infortunios; la de lágrimas que verterán sus párpados cuando esté en su casa sintiendo que el mundo se le pone en su contra sin ver una poca de luz al final del túnel. Una vez que termina de hablar conmigo, expresa una sonrisa esperanzadora como si en cierto modo no tuviera a su pesar ningún problema. Y me dice, antes de marcharse, que menos mal que todavía queda gente buena en el mundo dispuesta a hacer el bien por los demás. Yo también lo creo, aunque en esta España pordiosera y cainita el egoísmo colectivo y la infamia de una clase política desvergonzada nos lleva a tantas desigualdades. Pero como dice Rosa, con esa voz rota que tiene, menos mal que todavía existe gente buena. La gente que puede dar solución al caos del que llevamos tiempo inmersos.

 

Luis Javier Fernández Jiménez

 

Luis Javier Fernández Jiménez

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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