Frivolité. Por Anita Noire

frivolité

 

Frivolité.

   Mostrar al mundo lo guapo que uno se siente debe ser un ejercicio agotador. Desde mi mesa, mientras me tomo un sándwich para comer, aunque bien podría ser casi la cena dada la hora, veo a una mujer de edad indefinida sentada en unas mesas más allá. Está sola. Se muestra atenta a su alrededor, vigilante, hace gestos extraños, movimientos rápidos, como si quisiera que nadie la viera. Con una mano sujeta el móvil y coloca la otra sobre su hombro mientras ladea la cabeza y hace un mohín. Saca un lápiz de labios y se los repasa sin necesidad de espejo. Vuelve a coger el móvil y casi me parece escuchar la ráfaga de fotografías, aunque las cámaras de hoy son mudas. Después teclea muy rápido, muy seria y vuelve a dejar el teléfono sobre la mesa.

   Puedo intuir el destino de las fotos y no creo equivocarme mucho si aventuro que acabarán en alguna red social en la que intentará mostrarse estupenda y bastante más alegre de lo que parece estar cuando acaba el carrusel fotográfico. En la era del postureo hasta los seres más corrientes buscan un minuto, a veces un segundo, de gloria. Nadie está a salvo de cierta vanidad, aunque creamos lo contrario.

   Intento recordar la última vez que me hice un selfie. Fue hace poco. Nos juntamos para recordarnos que la Tena Lady no es un problema; que los hijos son ellos y no nosotros; que cuando la regla desaparece algo nuevo y chispeante llama a tu puerta y suele ser en forma de calambres en las pantorrillas, algunos sudores nocturnos y el alivio de los embarazos a destiempo. Así nos hicimos la fotografía, mirando al enano objetivo de un teléfono móvil y doblando los dedos como si quisiéramos ahuyentar la mano negra que a veces se arrima con mala leche. No la colgamos en ninguna red. Nuestra necesidad de notoriedad está seca como la pata de un banco.

   Mientras pienso en eso, me acabo el emparedado de atún que ahogó con un café aguado. Veo a mi vecina recoger sus cosas y contestar al móvil con un lacónico “Estoy llegando. Compra algo para la cena de los niños, que yo paso por la tintorería”.

   Marilyn, inmensa en la soledad de la cafetería, tiene una vida corriente como la de cualquiera, aunque su mano desmayada y los morritos fruncidos, busquen cosechar cientos de falsos “likes” en la internetes con los que aliviar la necesidad de frivolidad.

Anita Noire

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