Vida después de la muerte
“¿Tú crees que hay una vida mejor después de la muerte?” le pregunta una mujer a su amiga, a lo que ésta le responde: “Depende de la muerte de quien”. Esto que parece un chiste, y que sin duda lo es, en realidad encierra una verdad del tamaño del desierto del Sahara. Por mucho que algunos creamos que, efectivamente, después de la muerte hay una vida mejor. O “pedor si eres malo”, según decía una querida tía mía.
Desde que el Señor consideró que necesitaba por allá arriba al mejor fotógrafo y llamó a mi padre para que fuera decorando el cielo con fotos de sus puestas de sol favoritas, yo suelo visitar el cementerio con cierta asiduidad. Me siento frente a su tumba, a la que procuro mantener limpia, cuidada, con flores frescas…, y en silencio le hablo. No porque crea que él está allí, sino porque estoy segura de que sigue vivo en mi corazón y mis palabras, quizá, sean más para mí que para él.
Unos pocos días después de su muerte, casi por casualidad, vi la película de dibujos animados “Coco”, y me impactó mucho más de lo que imaginan. Para quienes no la conozcan, y sin jorobarles la historia, les diré simplemente que trata de un niño mexicano y del día de Todos los Santos, y ya saben ustedes la importancia del culto a la muerte por aquellos lares. En la película había algo que siempre estará asociado a mi padre: que solo mueren de verdad aquellos que son olvidados. Mi padre sentía una tristeza inexplicable cuando visitaba el cementerio y recorría algunas tumbas llenas de telarañas, de suciedad y de olvido, mucho más visibles si estaban entre otras cubiertas de flores y velones. Siempre me decía: “Pobrecillos, no tienen a nadie que se acuerde de ellos, que los mantengan vivos en sus corazones”. Yo, muy joven entonces, no me atrevía a contradecirlo, me imponía mucho aquel lugar, y lo acompañaba un tanto forzada a visitar las tumbas de mis abuelos, pero solo el día de Todos los Santos, después no me volvían a ver el pelo por allí hasta el año siguiente y por visita obligada con la familia. Pero entendía que eso no quería decir que no me acordara de mis abuelos, solo que no era un lugar agradable para visitar. Así que yo pensaba, que no porque las tumbas estuviesen descuidadas, quería decir que sus allegados no los mantuvieran vivos en el corazón.
Sin embargo, cuando él se fue, todo cambió para mí en muchos sentidos, pero sobre todo en el tema de entender lo solos que quedan los muertos… esa soledad tras las rejas, encerrados, por si alguno pretendiera evadirse de ellas… Entonces, consciente de esa lealtad debida al deseo tantas veces expresado por mi padre sobre el cuidado de las tumbas como una forma de no-olvido, se desarrolló en mí una capacidad extraordinaria de visitar el cementerio con agrado, de aprender con cada visita una nueva lección sobre la fugacidad de la vida, sobre las cosas realmente importante, sobre el equipaje a llevar… En una de esas meditaciones estaba cierto día cuando escuché una voz que venía de una de las esquinas cercanas. No. No se alarmen, no era voz de ultratumba, era de una mujer que, evidentemente, conversaba con alguien. No lo hacía en el tono de voz que el lugar requería, pero podría ser sordo su interlocutor, pensé. “Nescafé, nescafé del bueno” decía y repetía. No es que una sea una “licinciá” (sopera, metomentodo) como dicen en mi pueblo, es que lo oía aunque no quisiera. Y la mujer siguió: “No el nescafé de las marcas blancas, sino el auténtico. Y una buena lubina de pescadería, de la salvaje, no de las de piscifactorías. Y una piña de las buenas, de las de importación”. Ustedes pueden pensar que caminé hasta la voz para ver de qué iba aquello, pero lo cierto es que me marchaba ya y “casi” me venía de camino, lo cierto es que llegué justo para escuchar: “Pa que te jodas”, y comprobar con sorpresa que se dirigía a la tumba de su marido. Pasé junto a la anciana sin mirar siquiera y caminé a la salida un tanto azarada. En la puerta me encontré al sepulturero a quien le comenté lo ocurrido. Él, con una sonrisa, me dijo que venir a contarle “al marido” el menú diario era algo habitual. Y yo pensé que quién podría saber la vida que habría llevado aquella pobre mujer, las carencias a las que la tacañería del marido o la falta de medios de la vida la habrían conducido. Y me dije que sí, que hay una vida mucho mejor después de la muerte, sobre todo, después de la muerte de algunos.
Ana Mª Tomás