Un día de lluvia en Nueva York
En cada nueva película desde hace ya baste tiempo, Woody Allen se mimetiza en el propio Woody Allen. El disfraz camaleónico que esta vez ha empleado es el de un joven, víctima del amor por una preciosa joven a la que intenta sorprender con su profundo conocimiento de una Nueva Yok, para él distinta, y que se encuentra anclada en la mesa de un viejo club de jazz. Esos amores casi imposibles en el mundo real y, que el director neoyorquino una y otra vez se empeña en llevar a la gran pantalla, son de nuevo la esencia de su última película. Y para resaltar su mensaje —entre melancólico y triste—, la fuerza estética de este film no es otra que la increíble luz con la que Vittorio Storaro ha rodado Un día de lluvia en Nueva York. El entorno que va, desde el amarillo de un taxi hasta la multiplicad de tonos del Central Park pasando por los tonos ocres de la chaqueta del protagonista, rivalizan con los típicos diálogos perfectamente catalogados de Allen, que hacen de esta nueva propuesta una película de situaciones, encuentros y medias verdades que giran alrededor de unos actores embobados en sí mismos y sorprendidos entre sí por las propuestas que se hacen y las perspectivas que éstas tienen en un día de sus vidas que, por otra parte, no deja a ninguno de ellos ileso. El culpable de todo ello es el amor. El amor y su múltiples vertientes: el que nace de la atracción, el que sucumbe por las infidelidades, o el que transita sin reparos aunque guarde una gran sorpresa final. Nada queda al libre albedrío en esta película, aunque Allen intente demostrarnos que sí, que todo es producto del destino y sus azarosos impulsos a la hora de romper la felicidad de aquellos que están sumergidos en las redes de Cupido de una u otra forma.
Explorador de rincones que le son familiares y, por otra parte únicos, de una ciudad que a él se le representa burguesa —tanto en los afectos como en los decorados—, Allen nos muestra una Nueva York muy alejada de lo que es hoy en día la ciudad de los rascacielos, quizá por bucólica. La Nueva York de Allen es una ciudad del pasado, víctima de la ensoñación del director y de su interminable capacidad para hurgar en sus recuerdos, hasta tal punto lo hace, que podríamos decir que se trata de una ciudad fantasma por lo irreal que se nos puede llegar a mostrar. Y algo parecido el sucede al repetitivo guion de esta película, en el que Allen lo condensa todo a la posibilidad de aquello que nunca llega a producirse: el deseo, el amor, o por qué no, el encuentro anhelado o los secretos todavía no confesados. Este film se desarrolla a través de esas medias verdades y enredos que tanto gustan a Allen como si estuviésemos en un circo donde un trapecista se dedicara a mostrarnos, una vez tras otra, la acrobacia de los encuentros casuales, sin más.
Ángel Silvelo Gabriel.