No podía mirarlos, pese a estar enfundados en sendos y asépticos capullos blancos de más de un millón de vueltas de vendaje. Los picores, el ardor y la tumefacción se aliaban para propinarme un dolor insoportable que desaparecía cuando la enfermera de guardia me chutaba mi cóctel de analgésicos y antiinflamatorios. Seis días con sus noches, sufrían mis extremidades en estado larvario. Yo sabía que solo de las envolturas de seda salían mariposas, orugas renovadas con el regalo extra de unas alas. Sin embargo, ignoraba si de estas fundas de gasa aparecerían de nuevo mis pies de antaño, los mismos que caminaron hacia el hospital para practicarme una sencilla operación de rótula, los que me sostenían cuando mi corazón galopaba sin control por culpa de Ming Yue, la hija mayor de los Kāng.
La familia Kāng llevaba más de una década en España. Hacía un año se habían instalado en el barrio huyendo de provincias donde, según decían, las tiendas no funcionaban igual que en las urbes inflamadas de consumidores de todas índole, forma y tamaño. Con la licencia en orden abrieron su rincón de comestibles y algunas cosas más —que bien podría haber sido un: «tú pregúntame lo que no tengo y terminamos antes…»—. Y así, junto al agua mineral encontrabas un stand de llaveros y otros brillantes artilugios. Y si uno escarbaba un poco por los anaqueles más escondidos, se topaba con gomina para el pelo al lado de las patatas fritas inyectadas en gluten. Chang, el padre de familia, no se cansaba de repetir varias veces a lo largo del día: «Sólo comestibles… y alguna cosa más» a aquel que le interrogaba por su variado género. Y yo era uno de tantos fariseos españoles que afirmaba con total dignidad que, por supuesto y mientras nos lacerara la crisis, jamás compraría a estos invasores silenciosos. Sin embargo, el desasosiego al que me sometió la belleza de Ming Yue y los treinta céntimos que me ahorraba en mis Heineken frías, me obligaban a visitar a la familia Kāng casi a diario. Cuando no me hacían falta más cervezas, me ponía a mi mismo cualquier patética escusa y bajaba a comprarles agua mineral, patatas fritas, de esas que despiertan hasta la vesícula más perezosa o, incluso, gomina que nunca usaba. Los botes del pringoso ungüento se amontonaban en mi baño con tal de ver la sonrisa rasgada y el tenue contoneo de la lánguida cintura de Ming Yue.
A causa de mi obstinación y capricho por la hija, la cordialidad y las sonrisas pronto se convirtieron en amistad con la familia Kāng. Me regalaban chicles y otras chucherías que también se acumulaban en mi cajón hasta que se las zampaba mi sobrino. La típica risita amable, sello de identidad de la casa, pasó a un mohín especial, ese guiño que solo se dedica a los amigos. Nos entendíamos a las mil maravillas, si no hubiera sido por la rebeldía de algunas «erres», los Kāng dominaban muy bien nuestro idioma; siempre pensé que la «erre» era una consonante algo brusca para las delicadas maneras y el sensible paladar de un oriental. Comí varias veces con ellos, pero nunca conseguí quedarme a solas con Ming Yue. Su padre era un excelente custodio. Debía conformarme con su frugal presencia y sutil contoneo las veces que la veía en la tienda…
Hasta que mi doctora me aconsejó la cirugía en la rodilla izquierda. Los dolores me atenazaban desde que me caí jugando al fútbol cuando aún era un mocoso. A los pocos días me firmó los papeles de ingreso en el hospital y aquella misma tarde ocupé mi cama, antesala de una sencilla laparoscopia en mi rótula. Ming Yue vino a verme y para mi sorpresa llegó sola, con su exiguo contoneo y esa sonrisa rasgada que me volvía loco. Traía un paquete envuelto en papel de regalo con muchas moñas, lo depositó en mi regazo y se inclinó para introducir así —sin anestesia o previo aviso—, su dócil lengua en mi boca. Tras acariciar todos los recovecos de mi paladar y dar unas cuantas vueltas alrededor de la mía, aún expectante, Ming Yue se enderezó, se atusó sus lisos cabellos negros recogidos con una diadema de flores, y me alentó: «¡Vamos… tú ‘ablil legalo’ de familia, Antonio!». Entusiasmado, más por ese beso inesperado que por la incertidumbre de aquella sorpresa, rasgué la envoltura sin dilación. Ante mí apareció un lustroso par de zapatillas. «¡Vamos, Antonio, tú ‘plobal’!, son para ‘usal’ aquí…». Estaba tan excitado que no me hubiera importado mandar las chinelas a la porra y, allí mismo, en aquella cama de hospital, hacer el amor con Ming Yue aunque fuera lo último que realizara en mi vida.
Después de una estimulante ducha con agua fría, salí con el pijama sanitario y con las babuchas, que brillaban igual que dos lentejuelas, y ella ya no estaba. Mi pobre Ming Yue ignoraba que me había regalado el beso de los condenados, el que le daban las señoras a sus caballeros antes de un duelo, y se había marchado.
Esa misma noche comenzó mi calvario. Picor y enrojecimiento en ambas extremidades, que no habría tenido la más mínima importancia si al día siguiente no me hubiera subido la fiebre a casi treinta y ocho grados. La doctora se mantuvo prudente y suspendió la cirugía. A los dos días tenía los pies hinchados como globos e infestados de pústulas y heridas abiertas. Mi temperatura se disparó a treinta y nueve y medio, a punto de entrar en una grave septicemia que colapsaría mi organismo. A mi médico se le ocurrió probar, además de con otro potente antibiótico de nueva generación, con un antihistamínico. Mis delirios se detuvieron y las costras comenzaron a expulsar pus. Cuando desperté ya no tenía calentura y mis pies estaban dentro de los capullos de gasa. Mi madre, sentada a mi lado en el sillón de las visitas, sobaba las perlas de su rosario y bisbiseaba su plegaria favorita: «en el nombre del Padre, del Hijo y del…» mientras mi doctora, con ceño severo, me informaba de que había faltado muy poco —incluso hizo el gesto con los dedos— para amputarme ambos pies.
Alguien me contó, o lo soñé durante mis delirios, que la familia Kāng, que curiosamente en español significa «salud», huyó despavorida cuando se enteró de la orden de registro policial, sin ni siquiera echar el cerrojo a la tiendecita. Algunos de mis amigos y vecinos, al enterarse de lo sucedido, acudieron a pedirles explicaciones. Encontraron la tienda abierta, más sola que la una, y aprovecharon para saquearla; al final quemaron todas las zapatillas que por allí encontraron en una hoguera que prendieron en la calle.
Cuando al fin pude ponerme en pie, ya completamente recuperado, comprobé que la huida de los Kāng no había sido una alucinación por la fiebre. Ni rastro de ellos; sin embargo, muy cerca del diminuto rectángulo donde se alzó el comercio de la familia, ahora precintado por la ley, todavía revoloteaban las cenizas de la improvisada pira vecinal de pantuflas chinas y aún podía sentir en el aire el vaporoso e irresistible contoneo de Ming Yue Kāng.
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna”
Hola Mar; la verdad es que a veces ganas le entra a uno de hacer la señal de la cruz cuando penetra y compra en algunas tiendas y no porque sean de los chinos, sino por la procedencia de su mercancía.
Aunque a veces y tú lo sabes, siempre recurrimos a ellas porque en un momento determinado nos dan una solución a un problema puntual.
Yo he tenido que ir a por velas y por pilas más de una vez por un apagón y al paso que vamos, los que escribimos un poco, por la noche ¡!Dios no lo quiera! igual tenemos que volver a usarlas para alumbrarnos.
Mira Cervantes-, dicen que escribió el Quijote en su cautiverio a la luz de un candil.
Bueno, ¡por si acaso! procuraremos no usar mucho aceite de candilejas, pantuflas y gorros para dormir.
Simpático relato amiga.Te envío un abrazo.
Jajaja, sobre todo pantuflas, Juan, que las velas tienen un pase y si se va la luz, no queda otra 😉 Me alegro que te haya gustado, amigo. Yo lo pasé pipa mientras lo escribía. Un beso muy grande para los dos. Cuidaros mucho.
Bueno, bueno… Una historia sugerente, a caballo entre el testimonio personal (¿lo es, aunque sea en sus grumos de realidad?) y la pasión amorosa que no sabe de razas ni nacionalidades. Con el valor añadido de escribir desde la óptica del sexo opuesto.
Una pequeña lección para los comerciantes que miran con recelo la invasión amarilla en tiendas y bares: «si no puedes vencer al enemigo únete a él».
El tono es el exacto, el ritmo el conveniente. Traspasa la historia esa encomiable afición de la autora por la simbología de ciertos objetos.
Felicidades, Mar.
Hola, Atticus!
Jejeje, sí, ya sabes que todos los que escribimos (o eso intentamos) tarde o temprano, e irremediablemente, mezclamos trocitos de la rutina -«reality bites» con nuestras fantasías más fantasiosas 😉 La línea que separa realidad y ficción se estrecha o se convierte en un fino velo que ondea ante nuestras plumas.
Y, bueno, ¿qué decirte de nuestra afición por la simbología? Encima, las que desde bien jovencitas seguimos a Jung, conocemos la importancia de los arquetipos para mover ‘inconscientes’ perezosillos 😉
Este relato fue un parto fácil. Me refiero a que se me ocurrió, enterito, de principio a fin, mientras me daba una ducha (calentita 😉 ) Encima disfruté mucho mientras lo escribía… Otros relatos, ni con ‘oxitocina’ o sea, que se resisten lo suyo.
Un saludo, comentarista de lujo.