Nieves Pradillo (8). Por Manuel de Mágina

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—No, mire; nosotros no acostumbramos a realizar esas prácticas. Somos una de las más prestigiosas compañías de seguros y la seriedad en el trato con los clientes es una de nuestras señas de identidad. Con esto no quiero desmerecer en absoluto su trabajo o el de sus colegas, sino simplemente decirle que no acostumbramos a contratar ese tipo de servicios.
En la memoria de Nieves se estaba proyectando la película de uno de los seguimientos que había hecho a Estremera. Se le veía dirigirse a un lujoso edificio en el centro de la ciudad, en cuya fachada, en grandes caracteres, podía leerse el nombre de la compañía. Y no había duda, era aquel mismo inmueble donde ella se encontraba. Y tampoco la había con el individuo, se trataba de Estremera: el bigote, el lunar, las ojeras crónicas; la mirada de chihuahua escaldado.
—Entonces es que yo debo de estar mal informada.
—¿Sugiere que estoy faltando a la verdad?
—No, no; para nada. Lo que quiero decir es que lo que usted acaba de afirmar y la información de que yo dispongo no coinciden, solo eso.
—Circula mucho bulo por ahí alrededor de las compañías de seguros, puedo asegurárselo. “Puedo asegurárselo”, ¡ja, ja! Disculpe.
Con ese chiste tonto y esa risa le gustó aún menos. Nieves se levantó, recogiendo el bolso de su regazo.
—Bien, en cualquier caso le dejo mi tarjeta. Nunca se sabe.
Él la acompañó poniéndose de pie.
—Gracias. Encantado —y le alargó la mano.
Nieves se la estrechó.
—Encantada.
Y acto seguido enfiló hacia la puerta. Antes de salir se giró un momento, poniendo en una sonrisa algo parecido a malicia.
—Que le vaya seguro, señor Mequinenza.
—¡Ja, ja! Esa es buena. Es buena.
No podía dar crédito a lo que acababa de hacer. ¿Esa era ella? Nunca gastó el más mínimo descaro. ¿Cómo es que lo había hecho? Aquello empezó a inquietarla.

En la isla ajardinada de la plaza central, el músico callejero de gafas, barba y pelo crespo tonaba una de sus canciones, tratando de sobreponerse a los estragos causados por los vicios y al hastío de que nadie le escuchara ni le mirara. En la lata, el goteo de monedas se habría detenido, como sellado por un hábil fontanero.

¡Tú, no eres tú!
Ynolosabes.
¡Nó ló sábes…!
Nolosabes á-ún.

No le sonaba de nada aquella canción. Qué desconectada estaba ella del mundo de la música.
En Rol Puro la mañana había avanzado hasta más allá de las once y la chica eslava daba un pase de limpieza para recoger todo lo que los clientes habían arrojado al pie de la barra. Iba apartando los taburetes y pasando la escoba. Supo que se llamaba Irina. Tenía una carita redonda de dulzura virginal (el pelo recogido en una cola) pero un carácter sólido y frío como un tetraedro de cuarcita. Nieves esperó a que diera la pasada para coger uno de aquellos asientos altos conformados con tubos y varillería en acero inoxidable. No entendía cómo la gente podía ser tan guarra. ¡Con lo poco que costaba dejar los residuos (los sobrecitos del azúcar, los envoltorios de la bollería, los restos de comida, los cupones no agraciados en los sorteos) en los platos o papeleras!
Luego de tomar un zumo de naranja y un trocito de milhojas, nada más que para atenuar la acidez, echó a andar hacia los juzgados. Caminaba incómoda. No sabía qué le había dado esa mañana para ponerse aquella jodida falda. Desde que se la compró adolecía de un defecto: le iba tirando de un lado y terminaba por girarse. Y de vez en cuando se la tenía que recolocar. ¡Maldita falda! Se prometió enterrarla en el armario nada más llegar a casa.
Los juzgados tenían su sede en un edificio modernista del centro histórico. No tardó en estar frente a él. Franqueando la vetusta puerta, entró al vestíbulo. Enseguida se topó con el dispositivo de seguridad. La pareja de policías que atendían el servicio cumplieron con su deber y ella tuvo que depositar todos sus objetos en la bandeja de la máquina, incluyendo la esclava y el colgante. Qué estúpida se sintió haciendo aquello, como una auténtica principianta. Debía pensárselo antes de llevar ese tipo de objetos al trabajo. Dio en especular sobre lo que hubiera pasado si, por un azar de alta probabilidad, se hubiera puesto aquel día uno de esos sujetadores con aros metálicos. Le entró sofoco solo de pensarlo.
Avanzó por el amplísimo pasillo advirtiendo las leyendas fijadas en la pared. “Sala de Vistas”. A mitad, a la izquierda, se abría una colosal escalera que llevaba al piso superior, pero ella la dejó a un lado para seguir la indicación de “Juzgado de Familia”. Desembocó en un gran patio interior porticado. Por allí pululaban decenas de personas. Unas iban o venían, otras esperaban sentadas. Nieves se sentía un tanto confusa. Ahora que estaba allí, no sabía qué hacer. Le parecía una estupidez abordar a la gente. ¿Cómo, cómo haría? Mientras decidía si intentar algo o irse, se sentó en uno de los bancos. Lo ocupaba una sola persona y había sobra de espacio. La persona era una chica, vestida con una falda muy corta, con una enorme mata de pelo negro.
—Hola —dijo Nieves al tomar asiento.
La chica solo se giró para mirar quién era. Diría que la miró con desprecio. Nieves se dedicó a contemplar el trajín. Gente que hablaba con gente, en grupo; examinando, intercambiando documentos que portaban en las manos. Discutiendo, riendo o escuchando a otro. La chica tuvo una llamada y sacó del bolso el móvil; un móvil táctil de color rosa diseño ladrillo. Al principio contestaba con gruñidos o monosílabos. Luego se extendió en la conversación como un libro abierto. Por el acento, no cabía duda de que había venido del otro lado del Atlántico. Nieves no pudo evitar oír todo lo que estaba diciendo ni que lo que oía la sobrecogiera. La chica dio por finalizada la comunicación y volvió a introducir el móvil en el bolso. Entonces Nieves se armó de valor y le tendió una de sus tarjetas.
—Por si necesitas ayuda. La consulta de atención es gratis.
La chica se sorprendió mucho y se quedó tiempo mirando la tarjeta, como no creyendo lo que leía; echándose el pelo rizado hacia atrás, que le estorbaba para ver. Luego la miró a ella. En un momento, pareció iluminársele la cara.
—Pues tal vez. Yo soy Luz Ángela.
Y le extendió la mano, y Nieves se la estrechó.
Luz Ángela se confió sin reservas y Nieves dejó que se expresara. La escuchó relatar el infierno en el que se había convertido su vida de pareja. Le contó cómo las repetidas denuncias que había hecho y los correspondientes juicios no habían servido para nada, dado que las sentencias nunca le fueron favorables. Luego se disculpó con Nieves, aduciendo que era la hora en que la habían citado y debía marcharse. Le comentó que, en principio, estaba interesada en esa consulta de atención gratuita y le preguntó cuándo podría atenderla. Nieves le dijo que aquella misma tarde. A Luz Ángela le interesó la oferta y ambas se emplazaron. Nieves se despidió de la chica con un alborozo interior como de deber cumplido, de respiro, de haber abierto de una vez la lata de la fabada.

¡Todo el santo día soportándola! Lo primero que hizo al llegar a casa fue dirigirse al dormitorio, quitársela y quedarse en pantis. Arrojó la puñetera falda al fondo de un cajón del armario al que no daban uso. Luego paseó por la casa, descalza y de aquel modo. Hoy había sido un día intenso y fructífero. Se dio el premio de tomar una merienda. Aún con el borde de la taza en los labios y la mirada fija en la luz de la ventana, rememoró cómo se había producido el momento mágico de encontrar a su primer cliente. Clienta. No podía ser de otra manera —pensó—: mujer, chica de hoy. Aunque menos chica, porque ya sobrepasaba la treintena.
Paco y los niños debían estar a punto de llegar. Apenas regresó al dormitorio, los escuchó abrir la puerta. Paco la requirió y ella le voceó que estaba cambiándose. Un instante después, lo tenía allí. Paco dijo mecánicamente hola Nieves, aún con la mano sujetando el pomo, y Nieves le correspondió en el saludo, pero no alcanzaba a saber por qué razón se había quedado quieto y callado; hasta que lo comprobó.
—¿Se puede saber qué miras?
—¡Joder, Nieves, cómo eres! ¿Tengo que entrar al dormitorio tapándome los ojos?
Nieves dijo un no ligero y desvaído, como en abstracción, mientras recogía la ropa que se iba a poner. De camino al baño pasó junto a Paco y le propinó una guantadita en la cara:
—Te has quedado tan fijo…

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