MONÓLOGO DEL ALIEN
(«Padre defectuoso». Premio de relato “Gabriel Miró”)
Mi padre no dice nunca hijo defectuoso, pero piensa de mí: hijo defectuoso. Es uno de esos padres que te hacen sentir culpable de ti mismo. Mi padre piensa de mí que soy un repetidor de primero de Económicas que sólo piensa jejé. A mi padre le jode mucho que a los jóvenes de ahora nos guste pensar eso: jejé. No le jode que a todos sus amigos les guste pensar jejé, ni que su jefe piense jejé o él mismo, cuando está con otra gente superficial o viendo goles de cabeza que le mete España a Nueva Zelanda o a Escocia, piense jejé, jejé, jejé. Le jode que todos los jóvenes de ahora pensemos siempre jejé. Es lo que cree. Mi padre dice que no rindo. Dice: “¡Estudia. Rinde. Aprueba. Cómete el mundo, chavaaaal!”. Dice: “Tu madre nunca me entendió”. Dice: “Pero qué idiotas sois todos los jóvenes tristes y literarios de hoy en día”. Mi padre ahora vive a cuatrocientos kilómetros de aquí y me llama cada dos fines de semana para decirme que no rindo o que vivo como un alien. Y mientras me dice esas cosas por teléfono o cuando viene dos días a verme en Semana Santa o Navidad, yo me siento así, siempre me siento así: como un extraño sin corazón, como psíquicamente inadecuado.
Si tuviera que rellenar una ficha de algo sobre mí, escribiría esto: “Soy un joven desorientado con carné de identidad cumplido, sin estudios, sin meta, sin nada que nadar y sin cigarros. Un joven que, cuando se aburre, se va a Mercadona a ver la sangre de los boquerones y las cifras vela ¡Son tan bonitas las cifras vela de los cumpleaños! Un joven que está enamorado de la belleza mínima del mundo y al que no le gusta soñar. Nunca me ha gustado soñar, soñar en el sentido de tener esperanza o algo así. Pero sé pasear por el centro de las calles y escuchar música de Pink Floid que hay en mi cerebro, sé acariciar estatuas y las hojas de boj, sé besar el cristal de los escaparates de las librerías y las tiendas de ropa, sé mirar sin envidia los coches de marca, sin escupirles en las ventanillas o el capó, sé leer libros de Kierkergaard y meterme cosas humildes en la cabeza y vivir sin una envoltura virilmente patriótica o burguesa, vivir sin ilusiones ni quimeras, porque todos los sueños luego son como esas cosas que siempre serán lepra. ¡Hay tantas cosas que siempre serán lepra!”.
En vez de soñar, a veces, me salva y me redime una empatía extraña que me nace desde dentro de alguna zona del páncreas o las venas y lo miro todo con la misma actitud con que las niñas depositan sus sentimientos en las muñecas, reconciliándome un poco con la existencia, reconciliándome un poco con la pérdida, realizando un esfuerzo por entrar dulcemente en las relatividades del tiempo y de la vida. Y entonces siento mucha ternura por todo lo que veo y, sobre todo, me fijo en la lluvia o en poner bien las comas o en los mendigos o en la etiqueta de la botella de tequila y amo todas las cosas que siempre serán lepra. Pero lo que más amo es la lluvia. Sí, la lluvia primero y luego los mendigos. Ese orden: Lluvia, mendigos.
Tal vez esté escribiendo estas cosas porque hoy me he bebido siete tapones de tequila y estoy viendo llover por la ventana de mi casa que huele a unos cirios tristísimos que ha encendido mi abuelo.. Siempre que veo llover me arrepiento de no haber estudiado Filosofía Pura y me acuerdo de los mendigos porque una vez vi a un mendigo con la boca abierta bebiendo agua debajo de la lluvia y me sonrió desde lejos y su rostro brillaba y me pareció que era un ángel o Dios o una alegoría de lo sagrado. Desde entonces, algo alerta en mi alma, me enseñó a ver la lluvia de forma diferente y a mojarme despacio bajo este éter líquido que agrieta el palio azul del firmamento. La lluvia cae y nosotros estamos. Es así de sencillo. Un triángulo en la ropa significa lejía y la lluvia cae y nosotros estamos. Son mentira las revoluciones y la abstracción y la NASA, sólo es real la lluvia cuya ley es caer y hacer el barro. La lluvia pareciéndose tanto a los vestidos de las infantas muertas o a cuando una joven bióloga, amante del planeta, besa despacio la cicatriz de un chimpancé.
No he aprobado aún ni una sola asignatura de primero de Económicas, pero sé mucho de los mendigos y la lluvia. La lluvia con su poderosa sensación de afasia. La lluvia mojando todo con una elogiable precisión quirúrgica. La lluvia como una escenografía de Adolphe Appiz. La Tierra es un planeta tranquilo sin valores extremos de temperatura, los periódicos dicen una sustancia fecal que no molesta demasiado, las lagartijas corren como si fueran aparatos eléctricos, los hombres no pensamos demasiado ni en la muerte ni en la Nada, los hombres siempre estamos comportándonos como un grupo de “enanos ansiosos tratando de asar una ballena” y la lluvia cae menos banal que nosotros mismos, mucho menos banal que nosotros mismos. Nuestro mundo es así: La gente muere en África como la lluvia cae, las hormigas construyen esos volcancitos tan lindos que hay cerca de los tréboles y los grandes duques de Luxemburgo – ¿Para qué sirven los grandes duques de Luxemburgo?- toman café o té vestidos con chistera.
Los mendigos son también otra cosa que siempre será lepra. Los mendigos son como animales estropeados que se han olvidado de existir. Me encantan los mendigos. Todos los mendigos tienen los hombros raros y llevan en el rostro la tristeza de esa belleza que se marchita de forma definitiva y prematura. Disfruto mirándolos como queriendo llorar por ellos y por mí y por todas las cosas que siempre serán lepra y por ese tigre loco que hay en sus cabezas y en la mía y nos ha costado tanto trabajo dominar. Veo a un mendigo y quisiera que me contara su historia, porque todos los mendigos tienen una historia hermosa y desgarrada. Veo a un mendigo y le atribuyo sucesos sin fortuna, le atribuyo un misterio o una virtud sublime y pienso cosas bonitas sobre él. Otras veces pienso que los mendigos tienen planos de islas perdidas y de tesoros que nunca se van a encontrar. Estoy convencido de que saben cuentos y secretos que tienen verdades decisivas sobre la vida. Son una pista de que el mundo es un lugar extraño donde suceden cosas demasiado tristes y de que la realidad es mucho más bella y monstruosa que la fantasía. Los mendigos saben que hay sísifos ciegos que trabajan a veinte mil leguas de la corteza terrestre y se alegran de no ser ellos.
Es importante que las ciudades tengan bibliotecas, pero también es importante que tengan mendigos porque vienen a confirmarnos que los humanos somos algo divinamente absurdo y complicado. Algunos respiran como las radios averiadas y tienen miradas tristes tristes tristes, tristes al cubo o algo así, miradas como de toda la vida tristes. Los observas y sabes que siempre han tenido esa tristeza, que no pueden quitársela aunque quieran. Aunque los afeiten y les laven los dientes y les pongan un traje de Emidio Tucci, esa tristeza está con ellos. Ellos son la tristeza porque a los mendigos los ha creado Dios para que el mundo sea más hermosamente cruel y melancólico.
Los mendigos, siendo hombres distintos, son siempre el mismo hombre, igual que esas madres árabes que expresan su dolor arañándose la cara cuando les matan a un hijo en Palestina son siempre la misma madre y la gente la ve en el televisor hacer eso mientras mastica merluza y toma vermú a la hora en que dan los telediarios o a la hora en que mi padre y sus amigos piensan jejé porque Villa o Iniesta le han metido un gol de cabeza a Dinamarca.
Nadie sabe de dónde vienen ni a dónde van los mendigos, sobre todo a dónde van los mendigos. En el fondo son lo más misterioso que hay dentro de estas ciudades ricas en las que todo es lepra y fiebre digital y afasia. Menos los mendigos, el cáncer y la lluvia, todo es sencillo y demasiado razonable, hasta la vida misma es demasiado razonable y demasiado fácil de explicar por carta.
Sí, sé mucho de los mendigos. Creo que de mayor a lo mejor seré mendigo, si sigo así, triste y literario, alien perdío como dice mi padre, sin aprobar nada de lo que tengo que aprobar, seguro que seré un mendigo bastante bueno. Los mendigos no odian ni cometen delitos. Los mendigos tienen también carne vieja de artrópodo, su carne es como una carne de prostituta gorda que sale en los cuadros de Bacon, una carne hecha como de espuma sucia y tranquila.
Como puede verse, yo sé bastante de los mendigos y la lluvia. Y también sé que alguna vez he odiado todo lo que sucedía a mi alrededor y ni tan siquiera estoy seguro de que los demás me veáis. O de que mi padre me vea en realidad. Pero estoy aquí. Hay un olor tristísimo de cirios en mi casa. Hace diecisiete minutos que es dos de noviembre. Pienso que en mi familia todos hemos nacido con una inmensa herencia de tristeza en la sangre. Mi abuelo abre la puerta, me ve escribiendo esto y me mira con su rostro de estar triste como si ya lo supiera todo, con sus ojos como de haber ingerido sosa cáustica o estas palabras de alguien que tiene subrayadas en un libro: “Vengo del metileno y el amor, tuve frío bajo los tubos de la muerte. Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza”.
Sigue lloviendo mucho en los cristales. No sé si ya lo he dicho: hace diecisiete minutos que es dos de noviembre. Mi madre ha muerto hace una semana exacta, de un cáncer de útero que la pudrió poco a poco durante tres años y medio. Yo vivo con mi abuelo. Yo nunca apruebo nada. Y mi padre, si leyera esto, pensaría y me diría que escribo como un alien, que siento como un alien, que vivo como un alien.
Él no lo sabe, pero siempre será mi padre defectuoso.
Miguel Sánchez Robles
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