El viejo truco
Detener el espacio, el tiempo, frenar la velocidad con un simple gesto, con un pequeño pero rápido giro de la cabeza a un lado de la carretera. Un viejo truco que me había enseñado mi padre en los múltiples viajes que realizábamos en el ocho y medio cuatro puertas, que impuso mi madre con la excusa disfrazada de buscar una mayor comodidad familiar, —alguien tiene que tener cabeza en esta familia, —decía ella, cargada de leyes, además, sabia ella que como mucho, la protesta de la menguada figura paterna no pasaría de unos apagados balbuceos que ninguno éramos capaces de entender. Así fue como, al abandonar el concesionario cabizbajo, aún tuvo que aguantar la retahíla de la Pilar.
—Verás que al finawl estarás contento.
—¡no pongas esa cara hombre! yo sé realmente lo que necesitamos.
—Antonio tus vales mucho para trabajar, pero para el resto, sin mí no durarías nada en la vida.
—¿Tienes siempre la ropa preparada?
—¿Te falta alguna vez el plato caliente en la mesa cuando llegas de la oficina?
—Y cada dos semanas ¿te privo de la noche de sábado a solas?
— Pero? Intentaba decir él sin conseguir acabar, ni tan siquiera empezar su argumento.
—Ni peros, ni porras, le cortaba por lo sano.
Ante la reprimenda disimulada entre endulzados reproches, Pilar que así se llamaba mí madre, aún conseguía generarle un sentimiento de culpabilidad a él, le hacía sentirse egoísta. Pero bajando escalón tras escalón del concesionario de la Seat, no podía quitarse de la mente aquel 850 Coupé color crema, con palanca de cambio y volante en madera. Antonio el de contabilidad se veía a si mismo saliendo en tropel de las oficinas, sintiéndose observado por las compañeras al calzarse los guantes de cuero con la última falange de los dedos al descubierto, para así dar más firmeza a los virajes que seguro hubiera dado con aquel bólido de sus sueños. Mientras ellas lo admiraban, los boca chanclas de los compañeros lo iban a envidiar. La fantasía iba desapareciendo a golpes asentimiento con la cabeza, mientras la Pilar le desgranaba toda la “suerte” que tenía desde que la conoció. Aciago día aquel, que envalentonado por unos cuantos botellines de Moritz se atrevió a sacarla a bailar el fanalet en la fiesta mayor del barcelones barrio de Gracia.
—Qué mal día tuve, —se decía—
—Para una vez que bebo, me toca una resaca de por vida, —se gritaba en silencio—
Realmente, analizando una vez pasados los años creo ciertamente que Antonio mi padre era un poco pusilánime y que, sin la autoritaria dirección de la Pilar, mi padre no hubiera dejado de ser como el personaje de Paco Martínez Soria en la peli “El alegre divorciado”.
Ahora, pasados cuarenta años y mientras vuelvo a casa en mí Seat Córdoba, de cuatro puertas claro está, los genes no fallan. Tantos años después sigo liberando mi mente en los recuerdos del pasado, rememorando lo que me divertía yo escuchándoles, y como en los viajes hacia la costa, serpenteando el 850 sedan por la boscosa carretera del Coll de Parpers me divertía girando rápido la cabeza hacía la derecha, hacía el bosque, deteniendo así un instante el mundo, el tiempo, reteniendo una imagen fija en las retinas, buscando en esa instantánea que en aquel entonces aspiraba a un futuro de aventuras y emociones, y que ahora peinando canas busca refugiarse en el pasado. El juego del instante era divertido en el viaje de ida, pero más emocionante y terrorífico era en el de noche a la vuelta, en la oscuridad de la carretera, siguiendo el débil haz de luz de los faros. Pensaba que, si se apareciera un fantasma, o peor un ser diabólico entre los arboles a escasos centímetros de la ventanilla. Como les cuento hoy en día lo sigo haciendo, sigo jugando, e intento que lo hagan mis hijos, pero es imposible arrancarles la mirada de la Tablet, y si me pongo muy insistente, ante el gruñido de ellos (son muy onomatopéyicos comunicándose) como un resorte salta la Jenni para que les deje tranquilos.
—Déjate de tonterías y conduce que aún nos vamos a dar una hostia de campeonato.
—Ya sabes Antonio que tú no eres precisamente Fernando Alonso ¡hijo!
Así, constatando que la historia siempre se repite, los viajes los paso en silencio, girando la cabeza rápidamente por la ventanilla izquierda del Córdoba para fijar la mirada en el pasado, con el fin de que aparezca el retrato de mi infancia, mientras fantaseo con el Seat León dos puertas de color negro que la Jenni me había quitado de la cabeza.
©Jordi Rosiñol Lorenzo.