Fallece Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-México DF, 2014). La vida del gran fabulador colombiano, cima de las letras hispanas y del realismo mágico, se apagó en México, su casa desde hace tres décadas. Allí se le vio por última vez en público el pasado 6 de marzo, cuando Gabriel García Márquez sopló una tarta con 87 velas y escuchó las mañanitas en la puerta de su residencia, en el número 144 de la calle Fuego del DF.
Atravesó Gabo el umbral de la eternidad 67 años después de la publicación de su primer relato, a los 47 de la aparición de la obra que lo encumbró, Cien años de soledad, y a los 32 de la obtención del premio Nobel de Literatura, que recibió en 1982 el narrador más respetado y autor de la novela hispana acaso más leída en el mundo en último medio siglo.
El premio Nobel colombiano, cima del realismo mágico y autor de Cien años de soledad
García Marquez, ante quien se rindió la Academia Sueca, no podía ni soñar que alcanzaría el Olimpo literario cuando vio en letras de molde ‘La tercera resignación’, su primer relato, escrito con 20 años y publicado en 1947. Por entonces Gabito se ganaba la vida como gacetillero. Cuarenta y cinco años después, en 1992, publicaba la que es su última colección de relatos, Doce cuentos peregrinos. Tan bueno ha sido que logró que se le llamara Gabo como si fuera un amigo.
Se negó con reiteración a aceptar tanto el premio Cervantes, que hubiera llegado mucho después del Nobel, y su nombramiento como miembro de la Real Academia Española, que la docta casa le ofreció un buen puñado de veces. Otras tantas se negó, aunque no dudó en poner en solfa la propia ortografía que regula la centenaria institución.
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«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo.»
Descanse en paz.
(…) «Terminaron por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de la gloria conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.» El amor en los tiempos del cólera.