Si hoy puedo escribir con serenidad acerca de lo ocurrido es porque ya no me desazona, al comprenderlo lo acepté como un suceso inevitable. Mi repentino viaje, la actitud de inconsciencia febril, el sinsentido común, cambiaron mi futuro. Lorenzo nunca sabrá la dimensión del expolio que sufrí cuando él, junto con lo que nos rodeaba, me fue arrebatado en el camino hacia un porvenir insólito. Todo empezó en Benarés, donde aterricé con el alma tan hueca como los espacios entre las estrellas.
Ajeno al tumulto de una callejuela del zoco por cuyo eje discurría un reguero de agua infecta, el indio del tenderete repasó a navaja la cabeza de la niña según el sacramento hindú de chudakarana. Había indultado en el cogote un mechón de cabellos muy negros. Después de romper así las amarras de otras reencarnaciones y de devolver la niña a su madre, vino al mostrador y me preguntó en un inglés voluntarioso qué deseaba. Era un hombre nervudo de presencia campesina, oscuro de pelo y piel, ojos juveniles color pizarra y la sonrisa espontánea descubriendo una dentadura impecable, blanca como el yeso. A falta de turbante, una mata frondosa de cabellos encrespándose selvática en todas direcciones. Afuera el sol caía a plomo y abofeteaba los charcos y los cristalitos de la bisutería para turistas. Le compré un ajedrez de falso marfil con algunos de sus ídolos como piezas del tablero, frascos coloreados de esencias y un manojo de sahumerios. En agradecimiento por mi nula afición al regateo me invitó a probar el fenny. Varias pruebas. Más de las razonables.
Esa noche dormí con aquel indio en su cabaña sobre un camastro cubierto por una mosquitera de tul. Ceñida a su cuerpo como a un salvavidas, me dejé llevar y descubrí gozosa un laberinto sexual de diseño desconocido, entre el perfume almizclado de los bálsamos que almacenaba en la trastienda y el olor a cuero y madera de cedro barnizada. Sus manos eran tan seguras en el tacto como sabias en recorrerme. Dios mío, creí morir… Al despertar, temprano, me noté rara, como si hubiera traspasado alguna frontera intangible. «Lógico, estás sola en la India y es tu primer cambio clandestino de orquesta y partitura», pensé para no pensar, y no me concedí otros reconcomios. El resto de noches también disfruté de la dulce compañía de Ranjiv. Me sentía libre, y cuando eres libre siempre quieres más. Una adicta temporal. Durante el día y con estoica parsimonia, él me enseñó los mensajes secretos de la ciudad sagrada y los rudimentos del idioma hindi de los varanasis.
Reconozco que fue una locura, pero me asfixiaba la monotonía plomiza de una existencia en punto muerto, con sus reglas, con sus lodos, con sus brumas. Con la infausta figuración de que más pronto que tarde a Lorenzo dejaría de gustarle una madura teñida algo pasada de patas de gallo y de báscula. Fue una locura, sí, pero no eludí prever riesgos: mi compañera Maite me cubriría en la mentira de que viajaba a la India acompañando como guía una remesa de jubilados.
Las primeras señales se dieron al mes de regresar. Buscando complementos en el joyero encontré el estuche con un juego de pendientes y gargantilla. No eran míos y supuse con la mejor fe que Lorenzo me sorprendía con el regalo. Mi marido es diseñador de contenidos web, pasa la jornada delante del ordenador en el despacho de la buhardilla. Cuando subí a preguntarle me respondió, sin separar la vista de la pantalla, que ni idea del estuche. Luego me miró de reojo e insistió en la negativa con un tono de franco desconcierto. Mi instinto de hembra me dijo que no mentía. Aturdida y descolocada, lo atribuí a un despiste mío, había olvidado que me los compró mi hermana una lejana tarde que salimos juntas. Pronto apareció el vestido color palo de rosa con flores de crinolina, un soberano monumento al mal gusto, un espanto colgado en mi zona del vestidor. También un par de diademas adecuadas para una fiesta de Halloween y cremas de una marca a la que en su momento renuncié por su elevado precio. En una esquina del ropero, unas manoplas y unos patucos de lana gruesa para abrigar a una maníaca friolera. Yo dormía desnuda y sin manta en diciembre.
Pese a aquellas irrupciones de prendas ajenas mi asombro se mantenía en una cierta contención, sin despuntes de pánico. Sólo hasta tropezarme en el mueble del baño con el aparato de depilación eléctrica. Sucio, con restos pegados, una cochinada que jamás me hubiera permitido cometer ni en mi adolescencia. Y, sobre todo, al dar con el frasco de perfume con tufo a fresas podridas y con unos conjuntos de lencería que hubieran echado para atrás a una stripper profesional.
Se imponía como estrategia una aparición a deshora que me diera la oportunidad de enfrentarme a una presencia tangible, una certeza que sustituyera la ansiedad ante un asalto a mi vida íntima que no estaba encontrando la menor resistencia. El delicado juego del amor y la guerra. Entonces fue cuando sobrevino la catástrofe.
Con la excusa de sentirme mal me largué de la agencia a media mañana y fui a casa. Encontré a Lorenzo donde siempre y ocupado en lo de siempre. En lugar de explicarle el porqué de volver antes de tiempo, le pasé los brazos por detrás de la nuca y comencé a mordisquearle el arco de la oreja. Ronroneé comentarios soeces mientras le recorría el cuello con la lengua y metía la mano para desabotonarle la camisa.
―Pero, ¿qué haces aquí? ―Su gesto de confusión fue lo primero que me puso en guardia.
─ ¿Cómo que qué hago? ¿Tú qué crees que quiero hacer? ―Se me escapó un conato de enfado. Empecé a transpirar.
Lorenzo me contestó que si pensaba que aún tenía veinte años. Según él, nada más salir había regresado porque el coche no me arrancó.
─ ¿No te acuerdas de la que montamos mientras llegaron los del taller a solucionar lo del coche? ¿Tan flojo anduve?
Finalmente yo me había ido a trabajar y ahora, veinte minutos después del primer asalto le venía con el segundo. Me hundió la vehemencia con la que ensalzó mis apasionadas maniobras de hacía un rato; imaginaba que había aprendido nuevas travesuras en alguna revista para mujeres que quieren experimentarlo todo. Es decir, que una catedrática del erotismo acababa de descubrir en mi marido recursos todavía sin explotar en nuestra relación de pareja. Con suavidad pero también con firmeza, se deshizo de mi abrazo y me despidió con un casto beso en los labios y una palmadita en el culo.
─Cielo, déjame trabajar, nos acosan la hipoteca y los gastos. Con muchas mañanas como ésta vamos a la ruina.
No paró ahí la cosa. Junto al subsiguiente marasmo mental, en pocos días fui encajando uno tras otro más envites. La impostora no se limitaba a victorias domésticas. Con la precisión de un alunizaje iba podando sin piedad las raíces que me unían a mi ecosistema personal. Al regresar del trabajo me tropecé con la asistenta en el rellano y agradeció -especificando que “por segunda vez”-, mi generosidad al doblarle el suplemento por las horas. Desapareció por la escalera preguntándome si había encontrado en la tienda el repuesto de la lavadora. También en la agencia hubo invasión. Recién llegada por la mañana, mi jefe ensalzó el informe estadístico por países que le había elaborado. Me puso un pedestal por la iniciativa de quedarme allí toda la noche y luego ausentarme lo imprescindible para ir a cambiarme de ropa.
Lorenzo eludía mis insinuaciones bajo las sábanas. Desde que yo había decidido comer en casa -argumentaba ante mi estupefacción-, en lugar de en una cafetería, nuestras siestas lo estaban dejando reventado. Luego se le cerraban los ojos delante del ordenador. Como cantinelas expurgatorias repetía lo de que ya no era un jovencito, el estrés con la cartera de clientes o cualquier otro despropósito. La derrota fue categórica e inmisericorde. Lo confirmé un sábado, cuando volví exhausta tras pulular por Italia nueve interminables días con un autocar de colegiales despendolados.
Después de aparcar y con el trolley a rastras caminé hacia mi domicilio. En la esquina me detuve en seco, clavada al suelo como una papelera. Lorenzo salía del portal con una mujer abrazada por el hombro, vestida con el conjunto de cachemir que yo me había comprado la temporada anterior. Pese a lo cerrado de la noche y la luz marchita de las farolas, pude distinguir que su cara era la mía. Era yo sin ser yo. Grité el nombre de mi marido con un graznido incontrolado. La calle estaba desierta y en silencio, tuvo que escucharme. Ni se inmutó. Entonces crucé hacia ellos. Él pasó delante de mis narices sin reparar en mí. Ella, por el contrario, respondió a mis balbuceos quebradizos con una mirada desafiante que me llegó desde algún universo remoto, a años luz de donde yo estaba. La acompañó con una sonrisa de labios apenas entreabiertos, solo lo justo, como si formulase un pensamiento cruel. Un dardo de hielo. Un ahí te quedas.
Temblando de amargura me senté en el trolley. Igual que en una moviola precaria pasaron por mi mente las noches que pasé con Ranjiv y el recuerdo del rito con la niña de la cabeza rapada. También me acordé de algunas lecturas de juventud en las que se hablaba de la transmigración: «El mejor relato del mundo», de Kipling, «Metzengerstein» de Allan Poe, «El doctor Héraclius Gloss» de Maupassant, incluso «Ulises» de Joyce… Hice acopio de entereza para afrontar lo que me aguardaba. Tanteé mis juegos de llaves -sabía que ya inservibles- de casa y del coche. Por fortuna me quedaba dinero en metálico y la tarjeta de crédito aún funcionaba. Por poco tiempo. El móvil se había apagado y marcó error al teclear el código pin.
Tomé un taxi al aeropuerto y embarqué en el primer vuelo a la India.
De vuelta a Benarés el comerciante barbero de dientes perfectos me afeitó la cabeza con una minuciosidad lenta y hábil hasta eliminar cada residuo de la mujer que una vez fui. Antes de cubrirme con un sari bordado de seda roja, Ranjiv untó con sándalo la piel blanquecina de mi cráneo recién desnudado, bajo la luz fatigada de un quinqué de aceite y, entrando desde la calle, de un vigoroso relumbre de origen indefinido.
Por si no has vuelto a pasar por mi relato y no has leído mi agradecimiento, muchas gracias, Bronte, por elegir mi relato de entre los finalistas.
Besicos.
De momento, pocos votos para tan buen relato, aunque qué más da… Me invade el presentimiento de que estará en otra final. 😀
Juno, llegue quien llegue y gane quien gane, participar en una final y aparecer con voz sonante y cuerpo presente delante de un micrófono es una forma inmediata de salir del anonimato al que, como es lógico, nos vemos abocados al participar.
Reconozco que es un objetivo alentador, humano, una encomiable búsqueda de visibilidad. Además, no conozco a ningún escritor que no se sienta feliz de ofrecer a un grupo de atentos lectores el texto que lleva colgado un laurel tras la rigurosa criba de un certamen creíble.
Pero ya dijo Althusser que el porvenir es muy largo, tan largo que el éxito más abrumador se puede diluir en la nada; los literarios son casi tan vulnerables al paso del tiempo como las modas indumentarias. A partir de un laurel, de postín o humilde, reconocido o difuso, yo creo que más que nunca hay que calzarse el mono de faena y ponerse a escribir sin mirar atrás.
Muchas gracias, Juno. Y dobles, por reincidente.
Con su permiso, señorita Bronte, yo añadiría que la mayor ventaja de tener ese laurel en nuestras manos sería que, el día de mañana, cuando, por muy cómodo traje de faena que nos hayamos puesto, sintamos que nuestras musas nos han abandonado o están jugando con nosotros, en nuestra mente nos podríamos vestir de gala para bailar y tararear, alto y claro, esa frase final del tango de Julio Sosa que se titula y dice así: “Que me quiten lo bailao”. Y, quién sabe… 😉
Un abrazo. 😀
Hola, Bronte sin diéresis:
Aún no había leído tu interesante relato. Me ha gustado mucho. Estoy contigo en que escribir es una terapia llena de fantasía e imaginación contra la monotonía que invade nuestras vidas. Una puerta abierta a muchas otras donde nuestro «yo» cambia de personaje cual actor que no se conforma con representar un único papel.
Te dejo mi voto.
Enhorabuena y suerte.
Supongo, Ahuntsic, que con lo del cambio de personaje del “yo” te referirás a mi respuesta a Benito P. sobre la búsqueda de los rastros del autor en una novela o relato. Es una cuestión que, de siempre, me ha interesado. Y me explico. Esperar que un escritor con un mínimo de seriedad y sensatez –o que aspire a tenerlos- deje dispersos por un texto de ficción pura y dura fragmentos reales de su vida personal es como tener un gallo en el corral y esperar que ponga huevos. No hay nada que rascar.
Contaré algo al respecto que leí hace años. En un delicioso ensayo sobre el alma de la literatura y el oficio de escritor, una conocida novelista jugó al escondite con sus lectores. Relata con detalle una aventura sentimental en el Madrid de la movida con un famoso -y guapísimo- actor de cine estadounidense, entonces de rodaje por aquí. Unas cincuenta páginas después relata la misma anécdota empezándola de la misma manera, pero con otro final. Otras tantas páginas, otra vez el mismo inicio y otro final distinto. El tercero. Para adornarse aún más, en ese libro se refiere con cierta frecuencia a una hermana suya. Según confesión propia posterior, tal hermana no existe ya que es hija única, y el «affaire» con el actor terminó en realidad de una cuarta manera que jamás contará. Por último confesó, bastante divertida, que ningún lector debía avergonzarse por no haber descubierto el engaño a las primeras de cambio, y añade como consuelo que el mismísimo Vargas Llosa también había picado.
Es frecuente leer en varias novelas de algún autor o autora que utiliza registros de escritura distintos -y distantes-, por mucho que sea la misma cabeza la que imagina y escribe. En cualquier ámbito, para seducir hay que sorprender. Es decir, que cuando nos ponemos a escribir ficción opino que, sin renegar de un estilo definido, o te conviertes en un camaleón con un buen surtido de pieles y disfraces, o terminas aburriendo a las ovejas.
Puedo garantizarte que comenté bajo tu relato Ahuntsic, hace tiempo, y tú me respondiste con propiedad y muy educadamente. Ah, y también te he votado, pero esto ahora mismo.
Hola Bronte, gracias por tu magnífica respuesta a mi comentario y también por tu voto. Solo quería comentarte que ha debido haber algún fallo técnico en el sistema, pues no recordaba haber leído ningún comentario tuyo a mi relato, por lo que he vuelto a mirar y, efectivamente, no aparece. A veces pasan estas cosas. Quería que lo supieras. De todas formas, te lo agradezco igualmente.
Un cordial saludo.
Bronte:
Casi se me olvida su relato, pero no… afortunadamente.
Me ha gustado mucho su historia llena de exotismo, misterio y enigma. Impecablemente escrita. Enhorabuena y suerte.
Pues no crea, Gaia, dediqué un fin de semana a pensar un título que llamara la atención. O sea, que si casi se le olvida leer mi cuento, aquél fue un fin de semana echado a perder.
En serio, muchas gracias por su lectura.
Exotismo, misterio y enigma, dice… Sí, yo creo que debe existir algo o mucho de eso en cualquier fábula. Sería un despilfarro de tiempo y megas si arruinamos un texto inundándolo de cotidianeidad. Cuanto más improbable e irreal sea una trama más opciones tiene de funcionar como historia. En ficción se escribe sobre lo que jamás puede ocurrir, puesto que el rumor inmediato de la propia vida, la pura realidad en su cruda crudeza, resulta absolutamente infumable como musa literaria.
Insisto, gracias.
A propósito, satisfaga mi curiosidad, srta. Bronte, ¿Cuál de las hermanas? Yo apuesto por Anne.
Buscar rastros del autor o autora en un texto de ficción es a menudo un ejercicio fértil que conduce a lecturas paralelas, caleidoscópicas y hasta didácticas. En ocasiones puede que incluso divertidas.
Veamos… Puestos a darle brillo al seudónimo, de entre la familia Brontë hubiera elegido a Charlotte o a Emily, que escribieron las celebérrimas y cinematográficas novelas “Jane Eyre” y “Cumbres borrascosas”. Comparados con ellas, Anne y el hermano varón, Branwell, pasaron algo más desapercibidos. Pongamos que mi seudónimo podría resultar de una aleación de los cuatro hermanos, y desde luego no en igual proporción.
Pero fíjese que mi Bronte no lleva diéresis.
Un abrazo, Benito. Es usted de los que no paran comentando relato tras relato y eso es muy de agradecer.
Freya, los grandes novelistas de aventuras transoceánicas las escribieron sin moverse del salón de su casa. Los creadores de frenéticos relatos de ágiles espadachines, superhombres o feroces guerreros solían ser personas físicamente enclenques o sufrían de obesidad casi mórbida. Las historias de amor y sexo más arrebatadas salieron de la pluma de escritores que ligaban entre poco, una miseria y cero patatero, y está comprobado que, muy a su pesar, más de uno y una murió virgen.
Como las reglas antedichas apenas tienen excepciones, te harás una idea de la armonía que reina en mi vida. Sostengo que en el fondo escribimos para inventar lo que nunca nos podrá suceder. Un desahogo, en suma. El antídoto virtual para alguna frustración recóndita. Algo duro de reconocer incluso en sueños.
Gracias, compañera. Te mereces medalla doble por las dos lecturas.
Hola Bronte, es la segunda vez que leo tu relato porque he buscado un rato relajado para leerlo despacio y entretenerme en él, parece que el ambiente y los olores también me han atrapado. Lo cierto es que aunque la protagonista sufre un cambio inquietante, cuando termino de leer me da la sensación como que, en ese momento, todo queda en su sitio en perfecta armonía.Serán cosas mías 🙂
Yo también creo que es un estupendo relato.
Saludos y suerte.
Conciso y explicito. Gracias, Porteño.
Hablemos un poco acerca de la intertextualidad que citas como presente en mi cuento. Es absolutamente intencionada, mi humilde anzuelo para motivar a leer a los referentes literarios históricos, a los grandes autores bendecidos por el don de saber seducir desde una fábula bien trabada.
Defiende Vargas Llosa que la única academia del escritor es la lectura. Estoy por completo con tal opinión: en este oficio, divertimento o simple malabarismo mental que es inventar historias, si no lees hasta fatigar tu biblioteca no pasas de producir un humo de palabras que se pierde con la menor brisa. Y aun leyendo mucho no hay garantía total; las musas son caprichosas por naturaleza.
Me gusta mucho este relato. Tiene de todo en las dosis justas. Excelente estructura con un toque de intertextualidad que amplia conocimientos. Creo que tienes muchos boletos para el final.
Excelente Bronte.
Pues, la verdad, cuando ya nada importe, cuando se hayan apropiado de tu conjunto de cachemir y te hayan cambiado hasta la cerradura, lo mejor es “carretera y manta”. Aunque, tantas sorpresas sin que ella se le echara al cuello… A lo mejor es que el indio de entre-culturas le iba. Porque después del “Dios mío, creí morir”del encuentro en la cabaña.
En fin, Bronte, un relato muy entretenido y mejor escrito. Quizá algo plano en su desarrollo, tal vez le hubieran puesto un poco de picantillo unas cuchilladas o un revuelto de amanitas y gambas.
Felicidades
Respondía a un comentario anterior con que esta historia iba de tiempos fugitivos y paraísos perdidos. Al tuyo añadiría que va también del amor como sinónimo frecuente del daño. O de penalidades, de desvaríos, de sabañones anímicos.
Por lo demás insisto en que después de creado un texto debe ser capaz de defenderse por sí mismo.
¿Cuchilladas? La paz es mi bandera. ¿Amanitas, gambas? Mi existencia transcurre bajo una dieta perpetua. Por lo que dado que la escritura pertenece a nuestra nuez más íntima e irreductible, lo que no te sale, no te sale. Seguro que a ti también te sucede.
Gracias, Enara, de veras, por tu lectura pormenorizada.
¡Qué inglés es su alter ego, srta. Bronte y qué inglés es su relato y qué literaria, victoriana e inglesa su visión de la India!
Kipling, sí, y también Foster.
Tan lejos y tan cerca de Jane Austein.
Creo que tiene un puesto asegurado en el Parnaso de los finalistas.
Muy amable, Benito, pero puedo garantizarte que esta señorita Bronte tiene una vida infinitamente menos novelera que la de su «alter ego» del relato.
Creo que la errática producción literaria actual nos aboca a leer con frecuencia bajo una actitud ligera y apresurada. Acaso por ello, y al menos de vez en cuando, es buena idea enfrascarse en lecturas de por sí densas e inactuales. Por ejemplo, las de algunos clásicos como los que citas. Así podemos sumergirnos en argumentos y personajes perennes, poderosos, capaces de rozarnos el alma siglos después de haber sido creados.
Pero, vaya, la mía es una opinión como otra cualquiera.
Muchas gracias.
Yo también duermo sin pijama y sin manta en diciembre. Tal vez por esta coincidencia he vivido el relato desde dentro de la protagonista narradora. A veces ocurre, y cuando ocurre lo celebro, que me gusta mas el continente que el contenido; en este caso el lenguaje, la forma de escribir, me gusta más que la historia. Hay muchos hallazgos literarios en esta bipolaridad que justifica el retorno a la India con la conciencia inmaculada. He reconocido en tu protagonista a la Ana Belen de «Pasión Turca». Te veo en la final del certamen. Felicidades.
Rosa Montero afirma algo así como que, analizados en esencia y con rigor, todos los argumentos de ficción podrían resumirse en solamente siete. Al leer esto hace años de una autora como ella deduje que, puesto que el maniquí a vestir admite tan pocas variantes, en narrativa es preferible dedicarse sobre todo a aprender corte y confección.
Y en ello andamos, mejor o peor.
¿Ana Belén? ¿Pasión Turca? Antonio Gala, el auténtico padre de la criatura, me viene muy, pero que muy grande. Pongamos que galáctico.
Muchísimas gracias, Anaconda, por el comentario y por la cita.
Me he sentido atrapada por la historia de la mujer suplantada por otra. Lo he leído de un tirón.
Suerte!
Se dice que el relato es una pieza tan filtrada y desnuda que no soporta los artificios. Si en ellos no late la vida no son nada. Tiempos fugitivos y paraísos perdidos, algo común a todos los humanos. De esto va el asunto.
Muchas gracias, Duna.
Gracias por la inmersión en el ambiente exótico, misterioso de lejanas culturas, lo he disfrutado. Le deseo suerte.
Exótico y misterioso… Sí, estoy de acuerdo, pero solo en medio kilo. El otro medio no es de lo mismo, y podría caerle a cualquiera en nuestra España de hoy, con sus exóticos seis millones de parados y el misterio de que esto no se nos vaya de una vez al carajo.
Gracias, Ricardo. Veo que sigues cabalgando entre los relatos. Un caballero voluntarioso y esforzado, de los que nunca se agradecen lo suficiente en un certamen como éste.
Bronte qué puedo decir.. Un relato para abrir la mente,y pasearse por exquisitos sentidos ,y hacer un viaje de la mano de una mente que sabe dar unas ordénes divinas a una pluma. Enhorabuena.
Bueno, Furtiva, muchas gracias. De divinidad imperativa no tengo nada. Mi pluma es muy dócil y se deja llevar.
Tu comentario me ha hecho recordar aquello de que la asombrosa magia de las letras permite que un lector atento complete el texto con su fantasía, su sensibilidad y sus circunstancias. O sea, que el mérito es tuyo: tu mente ya estaba abierta cuando empezaste con mi relato.
Un relato que merece una segunda lectura, Bronte.
Como escritor o escritora entenderás sin esfuerzo lo agradable de que alguien quiera leerte por segunda vez. Creo que el cuento es bastante plano, en absoluto borroso, por lo que confío en que no sea porque te ha resultado una píldora difícil de tragar a la primera.
Gracias por partida doble, Aisara. Eres escueta y directa.
Si el nivel de tu relato es como el de tus comentarios, habrá que estar pendiente. Merecerá la pena leerlo.
Gracias, Greta.
En cuanto al matiz sobre el mayor o menos interés para ti de una parte de mi historia, nada que añadir o puntualizar. Creo que un relato, como cualquier otro escrito de ficción, una vez nacido debe ser capaz de defenderse por sí mismo.
Qué curioso. A mí casi me han sobrado el guaperas y el sándalo (será que soy descreída). Pero la historia de la otra mujer que va ocupando su lugar sin que nadie se dé cuenta, muy buena.
Muy bonito. ¡Qué cosas! Yo he viajado y que nunca me haya salido ninguna mujer guapa que me afeitara la coleta, ni nada de eso,con suerte algún comerciante egipcio barrigudo fumando su pipa de agua y medio dormido por las hierbas raras (me figuro).
Me gusta el cuento, está bien escrito para mi gusto.
La ficción permite licencias como manejar la trama hasta conseguir que el conejo salga de la chistera. Aunque lo difícil es que la gente crea que el conejo vivía dentro, feliz, tan a gusto.
Por el contrario, en un relato los egipicos barrigudos no suelen molar nada de nada.
Gracias, Odiseo.
Aunque usted no lo pueda ver, yo suelo llevar un traje de flamenca y una » fló» sobre un moño que se sostiene con sólo un par de horquillas.Se me abren las carnes de pensar que me pasen la navaja y me dejen en la coronilla una especie de rabo.Sin poder evitarlo, mi imaginación va al más allá en asuntos de cabello y me veo cogiendo por el cuello al hindú, indio o como usted lo quiera llamar, osea al de la navaja me lo veo buscando pegamento por el pueblo y a mí sonllorando con los mechones en la mano.No es bueno meterse de lleno en los relatos, parece que formas parte del reparto.
Suerte
Pues no, no lo puedo ver, pero me encantan las flores en lo alto, lamari.
Si he conseguido meterla de lleno en el relato, objetivo cumplido.
En cuanto al rito del afeitado craneal, un chiste comparado con lo que opina sobre el rito de nuestra fiesta de los toros el chino de mi restaurante favorito. Se lo juro.
Al final todo se resume en una cuestión de latitudes.
Gracias, de corazón.
Gracias, también, Juno.
Seguro que leyendo a la ilustre Agatha Christie se te ocurre alguna historia de amor interesante con un arqueólogo, y seguro que también una manera original de contarla. Pero, ojo, que los arqueólogos también envejecen y encima conviven con más calaveras que un forense. Y menos Indiana Jones, no conozco ni uno guapo.
Te cedo toda mi suerte.
Gato Tercero, gracias a ti también, participante de seudónimo abracadabrante. Sobre todo por la enhorabuena.
Pongamos que todos escribimos un texto que al acabar nos conduzca a sentirnos en paz con nosotros mismos. Una vez lanzado al ruedo viene el descubrir sus defectos y equivocaciones. Pero eso es otro cuento, el de nunca acabar, al que antes o después también hay que acabar por acostumbrarse.
Tengo mis razones para no sentirme afín a ninguna cultura, Biznaga, aunque así expresado suene pavoroso.
Yo pienso que atenerse en literatura a una sola doctrina es sencillamente funesto.
Gracias y suerte a ti también.
Con que erotismo, exotismo y misterio… Gracias, Pérfido, pero el mérito lo tiene Rudyard Kipling y sus historias con lenguaje hecho, como alguien dijo, a base de oro batido y turquesas sin pulir como la corona de Sikander. Bastaría el comienzo de «El hombre que pudo reinar» para inspirar cualquier relato nacido de tales elementos: «Hermano de un príncipe y amigo de un mendigo si demostrara ser digno». Ahí queda eso…
Gracias de nuevo.
Agatha Christie dijo: «Cásate con un arqueólogo, cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará». Buen consejo, supongo, ¡pero yo no conozco ni uno!
Divagaciones aparte, tu relato me ha enganchado y he disfrutado mucho de cada descripción.
Te deseo suerte, pero una poquita, que yo la necesito más que tú 😉
Buen relato, sí señor. Enhorabuena.
Un relato exquisito, pulcro y bien desarrollado de principio a fin. Tiene un argumento original y como dicen más arriba te transmigra a otra cultura y a otros olores.
O sea, me ha gustado muchísimo y ojalá tenga la suerte que merece un trabajo como éste que solo puede ser el producto de un buen escritor.
Precioso relato de estructura circular. Dosis de erotismo, exotismo y misterio a partes iguales. Excelente descripción de personajes y de paisajes. Cuando terminas de leerlo, resulta difícil desprenderse del olor a sándalo.