Nº49- La vida es un deseo. Por Wishful thinking

        Todo empezó cuando me desperté aquel día. Miré por la ventana y vi una primavera reconvertida en invierno. Imaginé gotas de lluvia, pero comprobé que no eran de agua sino de piedras. Por fin fui consciente que algo me ocurría. Dentro de mí todo estaba al revés e, intuí, que no existía ni una varita mágica ni una tecla de la fortuna que fuesen capaces de darle la vuelta a mi situación. Concluí, por tanto, que estaba varado en la eterna espera, como si todo lo que sucediese en mi exterior no importase, salvo una cosa, una noticia…, acaso un accidente. Nada ajeno a “eso” tenía cabida dentro de mí y, desde hacía días, me comportaba como un náufrago a la expectativa de que un barco que viniera a salvarme. «No había barcos en la ciudad», me dije; «ni ríos», aseveré, y como un autómata que está programado regresé a mi agujero, con la única misión de aguardar paciente a la gran noticia; el gran acontecimiento que, sin saber todavía muy bien por qué, creía que iba a cambiar mi vida. En definitiva, mi dilema existencial se reducía a un todo o un nada de lo más absurdo, pues sólo había dos opciones: la ruina más absoluta o desbancar a la banca y quedarme con todo. «¿Qué es la suerte?», me pregunté por enésima vez. «Ojalá yo lo supiera», me respondí sin ninguna esperanza. Antes de llegar hasta esta infinita prórroga, creía que mi desdicha acababa en el éxito final de mi gran día…, pero desde que me levanté esa mañana ya no estaba tan seguro. Sí, la espera, la eterna espera para alguien que no sabe ejercer de santo Job y que se pierde fácilmente en los vericuetos de los sueños más disparatados y de las metas más absurdas, por imposibles. Sí, la enésima dilación de un veredicto que para mí ya se había convertido en un bíblico juicio final. El gran problema, era y es, que siempre he relamido a la vez las caras contrapuestas de la victoria y la derrota y, como un funambulista, he caminado sin lastimarme por la exigua línea que divide el éxito del fracaso. Pero esto es diferente. Todo o nada. ¡Hagan juego señores!; black, negro, white, blanco. Pensé que las fichas de la ruleta también podían ser las teclas de un piano; de un piano que me devolviese a la sublime e inquisitoria creación. Sublime porque me liberaba, pero inquisitoria porque se transformaba en muda y solitaria y me dejaba siempre a mi propia suerte. Necesitaba respuestas a mis mensajes que, como el tañido de las campanas, surcaban los aires a la espera de que alguien me emitiera una señal de aliento y esperanza y, con ella, apostar todo mi crédito a la realización de mis sueños. Sin embargo, presa de mi paranoia, dentro de mí las palabras ya no se tocaban y las letras ya no se oían. Reprogramé mis sentidos, ¿y mis sentimientos? Creí que esos estaban igual que mis ideas, proscritos al destierro de la sinrazón y abocados a la huida hacia territorios donde la primavera era un invierno coloreado de profundos tonos grises, y donde las gotas de lluvia te rompían las entrañas, porque no se conformaban con mojarte el alma.

        Llegué al trabajo, y encendí el ordenador con la esperanza de encontrar aquello que anhelaba. Mientras se actualizaban todos los software, leí el post-it que había dejado pegado en el monitor antes de irme el día anterior: meaning of life. Sin embargo, en vez de plantearme el verdadero significado de la vida, descendí como un cuerpo inerte a las profundidades de mis infiernos e, igual que si estuviera atrapado por una enredadera gigante, me quedé paralizado, y sentí como algo parecido al plomo se apoderaba de todo mi cuerpo. Lejos de preocuparme me tranquilicé, porque últimamente esa sensación solo me hundía más y más cada vez que intentaba salir a flote. Un compañero de fatigas me dijo que eso era el miedo, el miedo al fracaso, añadió. Miedo o no, para mí era algo que se parecía bastante a la derrota; a esa especie de temblor que te entra al tener que volver a explicar a los demás que no lo has conseguido. Desafortunadamente, ese estadio lo conocía muy bien, porque era la misma sensación que me recorría el cuerpo cada vez que suspendía el último examen de la oposición. Entonces, tuve la fortuna de saber qué existía detrás de la derrota y, cómo esta, se difumina con el éxito y con el paso del tiempo; una combinación perfecta que se convierte en una sinergia que en sí misma posee la capacidad de hacerte olvidar. De todas formas, ese era un falso olvido, porque todo permanecía en el cajón de mis recuerdos y, como una persona que recupera el amor, ahora de nuevo soy víctima de esa sensación de derrota que recorre mi cuerpo igual que en aquellos días, como si ella fuese la mejor de las amantes que busca con pasión y con curiosidad en cada rincón de mi cuerpo.

        Introduje las claves que me daban acceso a internet y busqué desesperadamente, pero quizá por eso, no encontré lo que con tanta ansiedad anhelaba. «Otra vez a esperar, y a permanecer en un imperfecto stand-by», me dije. Pero no me rendí y repasé mi vida, aunque sólo vi en ella momentos diluidos en veredictos interminables en el tiempo. Siempre esperando el juicio de los demás. Primero de mis padres, luego de mis profesores, más tarde de mis amigos, después de mi novia, y así hasta el infinito. Sin embargo, cual condenado que no espera su salvación, en ese momento yo también fui tocado por la bendición de la suerte, y salí de mi profundo sueño sin necesidad de llegar a despertarme. Antonio, mi compañero, llegó enseguida a la oficina y, gracias a él, pude escaparme de los ficticios barrotes de mi celda prefabricada de miedos por un instante. Una huida que, como digo, no fue tal, porque enseguida me refugié en ella de nuevo, justo cuando Antonio me dio una copia del boleto de la lotería que jugábamos todas las semanas. Le miré, pero fui incapaz de decirle nada, perdido como estaba en mi particular rueda de la fortuna, ¡y el ganador es…!

        A eso de las once de la mañana, Antonio, Juan y yo, fuimos a desayunar. En el camino que separaba la oficina del bar me fui fijando en las caras de las personas que se cruzaban con nosotros, pero por mucho que lo intentaba, sólo veía rostros apesadumbrados por el día a día. Al llegar al bar me detuve delante del vendedor de la ONCE y, en un impulso desconocido en mí, les propuse a mis compañeros que jugásemos unos boletos para el premio especial del próximo fin de semana. Sorprendidos me preguntaron qué me pasaba, pero lejos de sentirme molesto por ello, les dije: un poco de suerte no le viene mal a nadie. «No creerás que toca de verdad», me dijo Juan. «No sé si toca o no, pero de vez en cuando sale alguien en la tele con cara de memo diciendo que le han tocado un montón de millones», le contesté. Y en un momento, que yo interpreté como de lucidez, les dije que la suerte no se compra. «¿Acaso tú no crees en ella?», me dijeron al unísono. Tú, que eres el señor de los concursos y te pasas la vida con tus sobrecitos debajo del brazo camino de la oficina de correos. Les miré, pero no supe qué decir.

        Al regresar a la oficina, consulté mi agenda y recordé que tenía que acompañar a mi padre a la consulta del oncólogo. Cuando llegué no quedaba nadie en la sala de espera, salvo él y mi madre. Me los quedé mirando, y pensé: ¿cara o cruz?, pero enseguida me arrepentí y rectifiqué, porque caí en la cuenta que no había peor jugada que aquella que se condensa en arriesgar la vida a una carta. Al salir de la consulta y, como todo había ido bien, me refugié de nuevo en la maldita suerte y lo que esta significaba para mí. Sin embargo, esta vez, la cara oculta de la diosa fortuna vino en mi auxilio y, en vez de enroscarme en mí mismo, reparé en mi madre. Me fijé en su sonrisa, que ese día la enfermedad del olvido no era capaz de borrar y, como un feliz idiota, me alejé de todos mis miedos. Este perfecto viaje que, me aislaba de mis conjeturas, siguió su camino en el restaurante al que fuimos a comer y, a la salida, cuando mi buen humor no hizo sino sorprenderme, cogí a mi madre del brazo y en mitad de la calle comencé a cantar con ella la canción del Dúo Dinámico, Éramos tan jóvenes, que su maltrecha memoria todavía guardaba en un rincón a salvo del paso del tiempo. Caminamos cantando y riéndonos de nuestra propia sombra que, delante de nosotros, marchaba firme y dichosa. “Jóvenes, éramos tan jóvenes”…

        Cuando dejé a mis padres en su casa me fui al supermercado con la lista de la compra que mi mujer me había dejado preparada. Al ir a pagar, la atenta dependienta de la cadena alimentaria me ofreció un taco de “rascas” bajo la consigna de: ¡que tenga suerte, señor! No sé que me sentó peor, si que me recordara lo de la suerte o que me llamara señor, pero tampoco me paré mucho a pensarlo porque, como un adicto al juego, nada más meter las bolsas de la compra en el maletero del coche me puse como un poseso a rascar los “rascas” que la dependienta me había dado, con la única intención de encontrar el ansiado crucero tras el baño de plata que los recubría. Cuando solo me quedaban tres, pensé: ¿qué es la suerte? Y en ese momento, sin necesidad de seguir rayando más boletos los tiré en la primera papelera que encontré. Al principio me extrañé por verme a mí mismo echar a la basura las escasas posibilidades del sorteo final de un viaje que, por otra parte, yo no había deseado hacer nunca. Pero algo dentro de mí me hizo regresar a mi agujero; a ese que comienzo a excavar cada vez que soy la víctima de mis propios demonios. Sin pensármelo dos veces, saqué mi cartera del bolsillo y tiré el billete de lotería que esa misma mañana me había dado Antonio, y el boleto de la ONCE que había comprado antes de entrar en el bar al que iba a desayunar con mis compañeros. Después de ese acto de heroicidad llegué a casa en paz conmigo mismo y, en vez de conectar el ordenador y volver a consultar por enésima vez mi correo y la web de los premios literarios de la que era abonado, me abandoné en la cálida comodidad del sofá del salón y en el paranoico aburrimiento de los programas de la tele. Esa certera anestesia hizo que cayera dormido al poco tiempo.

        Ese día acabó, sí, pero tras él llegaron otros que, sin embargo, no lograron quitarme de la cabeza esa sensación de que la vida es un deseo. Y aquí estoy, esperando todavía a que suene el teléfono, como si esa llamada fuese a cambiar mi vida para siempre. Y de nuevo caigo en el abismo que me lleva a formularme la misma pregunta de siempre: ¿qué es la suerte, por favor? Y lo hago sin parar, en una secuencia de disparos que me dejan malherido, pero esta vez, como en las películas del oeste, el destino acude en mi ayuda, porque mi teléfono móvil no deja de vibrar en el bolsillo de mi pantalón… y mientras decido si cogerlo o no, pienso en las palabras de mi profesor de literatura: mi carrera literaria está forjada en un veinticinco por ciento de talento y un setenta y cinco por ciento de fortuna.

 

 

5 comentarios

  1. Una buena historia contada con arte y gracia.
    ¿Te deseo suerte?

  2. Que bien nos has descrito. Maldita rutina y cuando se rompe mal, bendita rutina.
    Muy bueno. quiero acordarme de votarte.

  3. Hola Winsful :

    A mi me ha ocurrido como a Gaia, que he llegado al final con una sonrisa.
    Le felicito por el relato,me ha gustado.

  4. Una reflexión intimista con guiños psicológicos con la ludopatía del protagonista. He encontrado en tu escrito muchos aciertos literarios,giros idiomáticos que embellecen el relato.

  5. Lo he leído muy atenta y muy seria hasta que a partir del final del penúltimo párrafo me saca usted una carcajada, y ya queda dibujada la sonrisa hasta el final. Me ha gustado mucho su historia y como la ha escrito. Yo tampoco sé que es la suerte, pero desde luego se la deseo a usted, se la merece, porque (en mi humilde opinión) tiene usted un setenta y cinco por ciento de talento y ojalá que la Fortuna le dé el veinticinco por ciento restante. ¡Enhorabuena!

    Y SUERTE

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