Hay autores, que con un único relato o novela, pasan a formar parte de las páginas más laureadas de la historia de la literatura. No es el caso de John Cheever, uno de los mejores narradores norteamericanos del siglo XX, que en el género del relato corto, no sólo ha creado escuela a la hora de afrontar y resolver su composición, sino que ha llegado a fraguarse una estela casi mítica. Sobre todo, si nos detenemos en cuentos como el titulado El nadador, que ha sido objeto de estudio por infinidad de escritores y talleres literarios, lo que le han posicionado en la cima de las narraciones cortas. Como en todo buen relato corto que se precie, nada es lo que parece, y las corrientes profundas que no vemos son tan importantes o más que aquello que se nos muestra en superficie. Y así, una mañana soleada del final del verano y el tono que el narrador le proporciona al inicio del relato, no nos hacen prever el devenir de su protagonista y su transformación. Lo que nos lleva a formularnos la siguiente pregunta: entonces, qué impulsa a Neddy Merrill a volver a su casa a través de todas las piscinas del condado. La idea inicial de placer y felicidad, se va tornando nítidamente turbia a medida que el nadador se sumerge una y otra vez en las piscinas de sus vecinos, como si cada vez que se zambullera en el agua, indagara en las heridas propias y ajenas. El nadador, en este sentido, representa a la perfección el simbolismo de los viajes iniciáticos, que en esta ocasión, en vez de marchar hacia delante, vuelve atrás en el tiempo. Es en esa introspección, donde el olvido se vuelve recuerdo, y donde las dudas acaban convirtiéndose en certezas.
La búsqueda de la felicidad intrínseca al ser humano, en este relato está perfectamente retratada en la figura de su protagonista, Neddy Merrill (álter ego de John Cheever), que con el paso de las propiedades y las piscinas, transforma el hedonismo inicial en obstinación y en una batalla contra sí mismo y el paso del tiempo, para posteriormente derivar en hostilidad hacia los vecinos que acaban siendo concebidos como extraños. El alcohol y los sempiternos vecinos de los suburbios presentes en los cuentos de Cheever, vuelven a formar parte de la espina dorsal de este relato, que navega con dudas al inicio, pero con viento firme después, sobre las corrientes ocultas que transitan nuestras vidas y la necesidad que tenemos en un momento de hacerles frente, aunque con ello nos enfrentemos con la dura realidad. Y llegamos a la conclusión que tanto en la ficción como en la no ficción nada es lo que parece, porque el pecado original que nos persigue desde que nacemos, nos impulsa como exploradores sin brújula a la búsqueda de esa entelequia a la que hemos acordado en llamar felicidad. Esa ausencia de éxito, finalmente nos lleva a hacernos preguntas que no admiten una simple respuesta, porque sencillamente son como las experiencias que acumulamos en el día a día, una sucesión de interrogantes que no tienen una única solución, como los crucigramas o los sudokus.
El ímpetu que le devuelve a su casa, pero también al principio de su desdicha, es la sinopsis de una carrera de obstáculos que Neddy Merrill trata de saltar, aunque se quede sin fuerzas. El aliento que transita en cada una de las líneas de este El nadador, marcan como nadie la pauta de un salmón en su búsqueda por llegar al nacimiento del río del que un día partió. Ese regreso al punto inicial, también se comporta tanto como la necesidad de volver a empezar y no caer en los mismos errores, como en la posibilidad de purificar nuestra existencia; una idea que por imposible, nos lleva hasta el absurdo. La expiación de la propia culpa, tan presente en la vida y en la obra de Cheever, aquí alcanza su zenit y lo hace de tal modo, que se comporta como un grito de hostilidad hacia los extraños, aunque uno mismo forme parte de esa pantalla.
Artículo de Ángel Silvelo Gabriel.