Istmo de Corinto, en el 196 antes de Cristo. Sentado en la tribuna, Tito Quincio Flaminio, Cónsul del Senado y el Pueblo de Roma, apenas atiende al curso de las pruebas de los Juegos Ístmicos que se están disputando en el estadio de Corinto. El espíritu del cónsul bulle al calor de la victoria obtenida apenas dos meses atrás frente a las falanges del altivo rey macedonio Filipo V. Su memoria guarda muy vivo el olor punzante del miedo (orina, sudor agrio y excrementos) que envolvía a sus hombres en las horas inciertas que precedían a la batalla, entre las nieblas frías de las montañas de Cinoscéfalos. También le acompañan (siempre lo hacen) las enseñanzas de sus maestros en Roma, que le habían inculcado la admiración por las hazañas de Alejandro el Grande, y, sobre todo, por la audacia intelectual del pueblo griego, ante el que ahora se exhibe como su invasor a sangre y hierro… La batalla fue breve, apenas ocupó media mañana, y la victoria romana resultó clara y limpia. Lo más gratificante, sin embargo, sucedió en los días posteriores: el recibimiento cálido que le han procurado en Tesalia, en el Ática, en Beocia, en Corinto… El orgulloso pueblo griego, el inventor de la Filosofía, la Geometría y su trasunto político, la Isonomía, que es la igualdad de todos ante la Ley; el pueblo que ha encendido la antorcha de la Civilización se muestra harto de siglos de dominio de los Alcibíades, los Alejandros, los Lisandros, los Filipos y tantos y tantos tiranos, siempre dispuestos a enfrentar a sus súbditos en guerras fratricidas sin logos, sin epos, sin mesura, sin piedad, sin prudencia y sin esa kléoshomérica, que es la fama, la gloria, la virtud y el sentido todo de la vida del guerrero. Los griegos reciben a Tito Quincio Flaminio como a un libertador y el paso de sus tropas lo sienten como el precio justo que han de pagar por un rescate imprescindible y deseado por todos.
Delfos, en el 167 antes de Cristo. El procónsul Lucio Emilio Paulo, acompañado de sus hijos, erige una estatua con su rostro sobre el mismo pedestal en el que Perseo, el rey macedonio, tenía previsto elevar un monumento destinado a celebrar su victoria. A la edad de sesenta años, Lucio ha tenido ocasión de demostrar por segunda vez a la Historia que las legendarias falanges macedonias no pueden superar a las legiones romanas. Esta vez la victoria ha tenido lugar en Pidna, y ha resultado salvaje: las legiones romanas han degollado a más de veintidosmil macedonios, e incluso han conseguido tomar prisionero al rey Perseo, quien no tardará en llegar a Roma, cargado de cadenas, para que lo arrojen a las fieras, o puede que algo peor. Pero ahora no es momento de pensar en esto. Quiere llevar a sus hijos a Olympia, donde podrán admirar la estatua de Zeus esculpida por Fidias. Y recorrer las murallas de Tirinto; y rendirse ante la belleza ciclópea de los leones de Micenas; y bañarse en las playas de Nauplia; y descansar a la sombra de los cipreses que bordean el teatro de Epidauro… Lucio es un romano educado en el amor a Grecia, cómo no, y aprecia por encima de todo que los griegos lo reciban como a un dios vivo. Se gloría de ser el enviado de Roma, el amado de los dioses, quien los viene a rescatar de un tirano, y quiere mostrarse generoso. Ha dispuesto la supresión de los impuestos más gravosos, ha reducido otros, y ha dado instrucciones para que repartan entre el pueblo hambriento el trigo que Perseo acumulaba en los graneros reales.
Pero el Senado ha dispuesto otro rescate mucho más severo. Roma cree que ha llegado el momento de romper definitivamente el espinazo de Macedonia y ha decidido dividirla en cuatro estados federales, reconvertir los restos de su ejército vencido en una guardia de fronteras y esclavizar a la totalidad de la nobleza macedonia. Ningún rescate es gratis, y ni siquiera la poderosa Roma puede acudir en cada generación a salvar a los griegos de sí mismos; pero Lucio aún no ha recibido las noticias de Roma y ahora es el momento de pasear entre las montañas de Delfos, de compartir con las ninfas las aguas de la Fuente Castalia, de deleitarse con el vuelo de las águilas que le envía el Padre de los Dioses y de los Hombres, de admirar la estatua que le han erigido los griegos y de recordar los epinicios de Píndaro que exaltan la belleza de los atletas, la emoción sagrada de la competición y la gloria del triunfo.
Francisco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario «La Opinión» de Murcia, el día 1 de agosto de 2015